Me desperté un día y no me convertí en un insecto. Mis pelos eran un poco más largos y mi habitación estaba tapizada de pósters de La Oreja de Van Gogh y Melendi. Me levanté y en casa todos me miraban alegres. Hoy era el gran día. Hoy era Nochevieja. En mi fuero más interno la idea me repugnaba, pero sin pensarlo mucho la alegría me embargaba. Nochevieja era la noche más mágica del año. Iría a un cotillón vestido con mi primer smocking, pagaría una barbaridad por unos combinados del peor garrafón imaginable, y me codearía con mis amistadas, adquiridas recientemente, en la urbanización donde nos habíamos mudado el verano pasado. Tenía que ir a recoger a Elsa a las 10 de la noche y allí tomaría un aperitivo con sus padres. Su padre era cirujano y su madre tenía una consulta dental en nuestra calle. Le había comprado un gran ramo de flores que mi madre guardaba en la nevera. Pero algo no funcionaba. Creo que esa no era mi vida. Mis recuerdos son otros. Antes yo vivía abrumado por un orden establecido brutal, kafkiano. La burocracia me ahogaba desde que siendo muy pequeño fui seleccionado en la escuela embrionaria para ser dirigente del Partido Interior. Hoy todo eran risas de mis padres, y la telepantalla daba anuncios de champán con caras aún más sonrientes. Pero no me dejaba de parecer kafkiano, opresivo. El mundo, según me decían por teléfono mis nuevos amigos, no estaba en guerra, había paz, porque el muro de Berlín había caído y habían ganado los buenos. Ahora disfrutábamos de lo que llamaban el Neoliberalismo, el paraíso en la Tierra si tenías la suerte de ser rico.
Yo apenas recordaba aquello, como decía antes. Tampoco había sido educado para recordar nada, y mi mente era fácilmente maleable.
Quedé en un pub con Toño y los otros a eso de las siete. Tomando un Amaretto jugábamos a un juego llamado billar americano. Sonaba música de los Hombres G y hablábamos de chicas y de partes de sus cuerpos. Empecé a sentirme mal. Me fui a casa.
A las 10 estaba en casa de Elsa con el traje puesto como un autómata. Nos fuimos al Club, donde era el Cotillón. Nos sirvieron una comida pastosa, a veces dulzona a veces insípida, y cuando faltaban diez minutos para las doce Elsa me dijo que me quería. Olí su fuerte perfume y me dieron nauseas. Su cara, larga y tan insípida como la comida, estaba terriblemente maquillada. Parecía que llevaba una careta puesta. Todo estaba llenos de globos y de racimos de uvas de corcho, Huí…
Salieron a mi encuentro unos cuantos… no podía ser… ¿Dónde me encontraba?
¿Nochevieja? ¿Año 2008? ¿Qué era todo esto?
Atravesé unos campos llenos de lodo. Alguien me ayudó a atravesar un muro de cemento.
Parece ser que todo fue un sueño, me dijo el doctor. Deliré durante días.
Había trabajado mucho últimamente en el Ministerio de la Verdad. Creo que me enviaron a otra parte del mundo porque mi adhesión flaqueaba. Conocí otra realidad distinta. Un lugar donde había una cosa llamada Nochevieja, un sitio lleno de oropeles, falsedad e hipocresía. Creían que las cosas iban a mejor por el mero hecho de vestirse de forma diferente y olvidarse cuan horrible es todo. La felicidad plastificada hace sentirse bien a los que no discurren demasiado. A los infelices lo arrojan al arroyo. Los proles son incluso más infelices que aquí. Manipulan todo y a todos. Su Neoliberalismo es la dictadura del dinero, del que depende todo su status quo. Aquí a lo mejor hacen lo mismo. De otra forma, pero lo mismo. Sé que cometo crimental, pero me da igual. Gracias a eso, gracias a ver lo que es la Nochevieja, me había vencido a mi mismo.
Ahora amo al Gran Hermano.
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Dedicado a Ana (Arándanos)