domingo, 24 de julio de 2011

Tempus fugit

La muerte puede consistir en ir perdiendo
la costumbre de vivir.

César González-Ruano


Desde que cortan el cordón umbilical que nos une a nuestras madres, desde el primer minuto, es tiempo ganado a la muerte. Nacemos para morir, porque no es que sea ley de vida, como se dice en los entierros o ante la tele en momentos necrófilos, sino que es la ley de la vida. No somos inmortales y por eso, algún día tendremos, como decía un profesor pedante que tuve, el inevitable e irreversible colapso funcional. Pueden decir ustedes que exagero. Miles de recién nacidos salen muertos a este mundo cruel, muchos otros, muchos, más de los que nos podamos imaginar mueren, en sus primeros años de vida. Las causas y razones son las mismas que siempre han sido, pero que en el mundo civilizado de la corrupción, los cachivaches informáticos y el gazpacho en tetrabrik, hemos olvidado: hambre, enfermedad y guerra.
Repito, un minuto más en nuestras insignificantes vidas es una microbatalla ganada a la parca. La muerte, y sigo redundando, es de una normalidad pasmosa –estadísticamente hablando- y enrasa igualitariamente al feo y al guapo, al magnate y al obrero, al listo y al idiota; vamos, que es como el cagar. Lo reducen a la nada, a lo inerte, al mundo atómico, a la vuelta a los ciclos naturales. Pero esa normalidad es borrada por el mundo actual. Todo tiene que ser tan perfecto en la era digital que la muerte es considerada un handicap, una cosa fea, una inconveniencia más que terrorífica, antiestética. Puede ser porque signifique que aún no controlamos las claves del universo o, a lo mejor, es porque es simplemente algo que se nos escapa de las manos, de nuestras entendederas.

Eso cambia, sin embargo, si quien muere es un familiar, cosa totalmente comprensible, o un famoso o alguien joven, que es ahí donde acudimos como moscas a la mie (l) o (rda), ahítos de morbo a raudales.
Cuando muere alguien cercano nos da pena y es por la perogrullada que voy a decir a continuación: la irreversibilidad de la muerte. Un sentimiento de pérdida nos embarga. Hemos visto y sentido cosas maravillosas durante el plácido verano de nuestras vidas: el amor, la amistad y todo eso tan bonito; pero también el dolor, la enfermedad, la furia, el agobio… todo muy malo, pero hemos contemplado maravillados dolores remitir, enfermedades curar, furias aplacar y agobio liberar. Estando vivos –y no es un mensaje positivo de buen rollo, se lo aseguro- aún queda un porcentaje de esperanza, dicho en los términos anteriormente utilizados, las cuotas de reversibilidad son posibles. Pero cuando el último suspiro se exhala del pulmón del moribundo y se queda pajarito, es de un no retorno fabuloso, una sensación de nunca más que nos llega al tuétano. La frialdad que tomamos como maldición por ser humanos y que es realidad es lo que determina la naturaleza.
Porque aunque se mecanicen los ritos –tanatorios, crematorios- la muerte está como las moscas, detrás de la oreja.
Yo perdí el miedo a la muerte hace algún tiempo. No es por nada en especial, sino por la falta de alicientes que tiene el estar vivo. He sentido de cerca la muerte –la mía- y en esos momentos me asuste mucho -no es que haya pasado enfermedades mortales ni nada parecido, solamente he estado más cerca del suicidio que lo recomendable para estos casos-. Me asusté muchísimo, por eso estoy aquí aún escribiendo, supongo. Pero pasado el tiempo, y habiéndole dado vueltas y más vueltas, la muerte, que es la nada, la negación del algo, me trae un poco sin cuidado. Yo simplemente, como todos, no quiero sufrir dolor, ni físicos no psíquicos. Pero todos los días hay un nuevo achaque y la cabeza rumia sus propias ideas, así por libre, mientras duermo, me lavo los dientes o me alieno en el burócrata trabajo de chupatintas. Cuando no existes ya no hay dolores ni infiernos mentales. Pero cada cosa a su tiempo. Tiempo que es corto, también es verdad. La máxima barroca: de la cuna a la sepultura, no puede ser más vigente y más actual. A medida que envejecemos nuestra percepción del tiempo se acelera de un modo exponencial. Los eternos veranos de la infancia son ahora un suspiro lleno de calor y ansiedad porque las vacaciones caducan como los actuales huevos de corral.

La muerte es, en conclusión, algo que llega pronto. Pensar en ese modo particular que tenemos por deformación profesional los geólogos tampoco ayuda, que hablamos de millones de años como el que dice amén. El respeto casi reverencial a los muertos, si fuésemos buenas personas, nos lo guardaríamos para lo vivos que lo necesitan más –los que se lo merezcan-. Los muertecitos en el cementerio, encapsulados, no esperan nada, son nada, y quien algún día fue, solo vive en nuestra memoria.

viernes, 15 de julio de 2011

memeces


No tengo ganas de escribir últimamente. Entre el trabajo agotador de chupatintas de tres al cuarto -por mi condición de minimalista, o sea, de salario mínimo y la burócrata tarea-, el calor sofocante, la falta de ideas y la falta de fuerzas esto está más vacío que misa de ocho en Marinaleda.
La cuestión es que me entra nostalgia de cuando esto hervía en posts y posts, y hasta en comentarios, pero como decía no sé quien, la nostalgia no es lo que era. Sobre todo cuando la memoria embotada por la torridez acaso intuye que hubo vida antes de hace una hora o así. Exagero. Si, exagerar es, junto a hablar de mí mismo y no hacer nada, las cosas que más me gustan. Exagerar es una forma como otra cualquiera de denuncia, revolución o dejadez. En cualquier apartado se podía poner la tendencia a la desmesura en afirmaciones, definiciones o críticas, así como el cabreo, la incomodidad o el aburrimiento.
Antes el mundo era mejor, porque era 2006 y uno era más joven. Verdades y mentiras. Obviamente en 2006 todos éramos más jóvenes, pero el mundo era más o menos igual de mierda que lo es a los corrientes. Personalmente yo era un desecho de persona, pero, como diría Emilio de ANHQV, yo me quedo con lo bonito. Era realmente prolífico en esto de la escritura, y si bien he mejorado, creo que mis textos antes tenían más chispa, aunque todo no sea pedernal, amigos y hermanos. Hay que tener base y untar los aceites y colores en el lienzo verde manzana. Como vengo repitiendo desde el principio de este sin sentido, que no sé si pasará mi baremo de parches y pegos, me cuesta más comunicarme, y es porque creo que tengo menos cosas que decir que antes. Antes las certezas eras muchas y las ganas de proselitismo abundantes como la mies en las eras. Ahora mis certezas son más pequeñas, más definidas, más preclaras, y aunque el Perogrullo entre dentro de mis recursos estilísticos no voy a redundar en temas claros como Dios, la Muerte, la Guerra y a quien leo. Esta falta de ganas de contar cosas se debe también a las redes sociales que hacen que los de natural exhibicionista, como es el caso, nos explayemos contándole a la gente lo que hacemos o dejamos de hacer. Yo al menos lo reconozco, hay personas que dirían que no, que ello solo velan por el bien común, pero ponen fotos de sus vacaciones y de sus estúpidos ases del deporte.
No sé exactamente donde quiero llegar. A ninguna parte, supongo. La vida es eso, una larga marcha hacía la nada, lo que pasa que puedes ir a pie, en Ferrari o arrastrado por los caballos de algún cosaco. Yo repto. A los gordos les es difícil. Pero así las balas, por muy rasas que sean, no me destrozan de inmediato. Ya caeré por otros mecanismos más sutiles, como el suicidio pasivo a base de cerdo, o eso que llaman estudiar, palabra esta que es escucharla y tiemblo como una hoja al viento solano.
Bueno, me voy a la cama. Tengo las piernas hinchadas, me duele la espalda y el cuello y mis pensamientos están en los Mares del Sur, siendo canibalizados por los dioses del Amor. O sea, la normalidad. Con ruido de coches, por supuesto.

domingo, 3 de julio de 2011

Nadería sobre la calor


El calor atonta las mentes, invita el desánimo y te pone la cabeza como una carraca. ¡Cuánto me acuerdo yo ahora de aquellos tiempos fríos donde se te congela la nariz y el corazón! Todo latente como bacteria enquistada en el sustrato del suelo. El calor llama a la podredumbre, a lo apestoso, a lo pringoso. Los insectos pululan en las luces en una sinrazón primordial, embelesados por el tungsteno incandescente. O el gas excitado de los tubos. El cemento que nos rodea reclama un protagonismo que jamás se le dio y proyecta como lanzallamas concreto las llamaradas ígneas que salen de la tierra, pero de una cobertera planetaria que solo dificulta el crecimiento de la jungla. Los coches, monótonos y raudos, añaden su calor específico a un ambiente sulfúreo, que nada tiene que envidiar a los lugares de Hades, Mefisto y Nergal.
Plomizo cielo enturbiado por la suspensión de la chusma microscópica, invernadero de plantas graníticas y basálticas. Odio tu mundo. Tu mundo de alpargatas y uñeros, de  piernas peludas y gente depilada de cerda incipiente. Solo el recuerdo de lo que fue solo te indulta a medias en mi juicio mediano y suspicaz. Calor, estío secamentes, brasas atmosféricas, ascua de temporada, cuando tú te vayas ya estaré esperando el solsticio para pegarte la tajada, pero ríes porque te sabes inexorable en tu cíclico y cuasinfinito devenir.

 
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