Érase una vez dos filósofos
que vivían en la misma polis.
Uno, Evaristo el tracio,
era glotón, pendenciero
y pensaba muy poco,
sino era en bacanales y fiestas.
El otro, Nicanor el de gran barba,
observaba el mundo
con ojo inquisidor y ecuánime
y pensaba mucho en la Naturaleza.
Un día se encontraron en la plaza pública
y como eran amigos
y discípulos del mismo maestro
se saludaron con abrazos y besos.
Es curioso -dijo Nicanor-
nunca das demasiadas soluciones
a los problemas, no obstante
tus mecenas son muchos
y tus posesiones y esclavos numerosas.
Y yo, sin embargo, duermo en la paja.
Si, es verdad, amigo Nicanor,
tú tampoco das demasiadas soluciones,
y aún siendo mejores que las mías,
éstas plantean a su vez nuevos problemas.
¡Claro!
-contestó el de gran barba- eso es la ciencia.
Por supuesto -le respondió Evaristo-
eso es la ciencia,
pero a los mecenas y a los poderosos
no les interesa el conocimiento
sino sus traseros,
y un mundo sin muchos problemas
les tranquiliza,
pues como decía un celebre caricato*
el dinero no da la felicidad,
pero quita los temblores.
Tu respuesta es mejor
que cualquiera de mis preguntas
-sentenció Nicanor, comiendo una uva-.
Moraleja:
Con los poderosos funciona el dicho popular de Támbor, el conejo:
“Si al hablar no has de agradar, lo mejor será callar”
FIN