lunes, 26 de septiembre de 2011

Literatura para perros


Recuerdo que mi primer empiece fue una cosa llamada DESTRUCCIÓN, escrita en una libreta de cuadritos. El primer empiece de una novela, quiero decir. Hace ya algunos años, antes de que descubriera que en la internet ponías cosas y la gente a lo mejor te leía. No eran tiempos analógicos, se vayan a creer. Simplemente no había entrado de lleno en el mundo este amateur de las bitácoras personales de sujetos desconocidos. Lo escribía entre clase y clase, en la Cafetería Menorca (¡Ay! La Menorca ¡cuánto te echo de menos!) o la ONYX. Estos locales distaban bastante de ser un Café Gijón o sitios superguays de infusiones careras y gafas de pasta. Eran bares llanos, que olían a churro, a café y, en aquellos tiempos préteritos, a tabaco. Algunas veces en clase –sobre todo en la de Geología Química- le metía alguna corrección o me inventaba una frasecilla. No sé preocupen. Aprobé este peñazo de asignatura a la primera. Ya era la época de medicación intensiva.

El caso es que hoy es solo un recuerdo, y aunque conservo la libreta no he pensado nunca en retomarla. Iba sobre una serie de personajes, cuyo punto de unión era un psiquiatra, que se querían suicidar. El protagonista principal era un triunfador ahíto de sensaciones que solo encontraba consuelo mirando el reflejo de las estrellas en un lago. El psiquiatra, anteriormente médico militar en África, había llegado a la conclusión de que toda la historia cósmica, desde los tiempos pregeológicos –esos en los que andaban por aquí ya Cthulhu y sus amigos-, hasta la aparición de la vida y su larga evolución habían llegado al hombre con un solo objetivo, el materialismo dialéctico. Derrumbados tanto él como el Telón de Acero –ver el comienzo de Cortina Rasgada me ha hecho acordarme de todo lo anterior y posterior que leerán en esta entrada- no veía sentido a la existencia y también deseaba morir. Lo que pasa es que esto señores y señoritas eran muy de afán propagandístico e iban a ir en tropel a los castings de Gran Hermano, preparados psicológicamente por el alienista para conseguir tal fin, y con ello dar no tan solo la vida en directo, sino también la muerte. Por ahorcamiento, según creo. Estilo Baader-Meinhof.

Eso quedó, como tantas cosas en el cajón de los empieces olvidados. Y es que, por mucho afán que tenga en una cosa, no puedo hacerla al 100%, y escribir menos. Tal vez sea demasiado ambicioso –cosa rara en mi lerda personalidad acomodaticia- o demasiado crítico, o en fin, mal escritor, pero la causa última de que fracase en acabar algo más o menos serio es el miedo. El miedo produce vagancia. Al menos en mí. ¿Por qué quebrarse la cabeza por un asunto que no le interesará al común de los mortales? Tengo claro, pensándolo fríamente, que esto debe ser así, y más en literatura, pero el miedo al charcuterismo novelesco, a ser vulgar e ineficaz en la narración, eclipsan mis ganas. Sé que tengo poco que perder.  No tengo prestigio alguno –no he hecho nada para merecerlo-, ni críticos destructivos que miren con lupa lo que hago ni esas leches, pero aún así, si no me gusta a mí es suficiente para aparcarlo, como un juguete roto, en el tambor de Ariel o en donde quiera que se dejen los juguetes rotos. En la basura.
No he querido ser nunca pretencioso, de hecho, si lo hubiese sido no tendría casi 5 años de post ora divertidos, ora de ínfima calidad. No me importa ser algo pedante, afectado o minoritario, pero mi mayor juez, el que no me pasa una, el señor de la tijera, soy yo.

DESTRUCCIÓN nunca verá la luz, porque no era ni una buena idea para un relato, tal y como hoy concibo mi posible estilo (mezcolanza de plagios y referencias), pero como se ha dicho aquí y en mil sitios, nada nuevo bajo el sol.
No ansío la fama, ni el dinero, solamente me conformaría con que alguien leyera algo mío con el mismo gusto y disposición que leo yo a cualquiera de mis escritores fetiche. No digo calidad, sino entusiasmo, interés, porque uno conoce sus limitaciones.
Pero eso no creo que ocurra nunca.
Mi novela sin título sobre la Antártida sigue tras tres años en su carpeta. No quiero decir que me arrepienta de haber escrito 80 y pico folios para nada, pero creo que esta al menos podrá gustar a unos pocos, a amantes de Poe y Lovecraft, o de Cela o Vázquez Montalbán, yo que sé. Es un extraño revuelto de muertos que mueren dos veces, de expediciones en busca de tribus perdidas y la búsqueda del padre ausente. Jesuitas, albañiles playboys aficionados a El Víbora, oligarcas, aventureros y un imbécil muy parecido a mí.
Esa si que la retomaré, si la fuerza no se me va en estas minucias escritas en la madrugada de domingos que han sido horribles.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Crótalo

Como si la relación dialéctica mano/cerebro que nuestros antepasados simios desarrollaron a lo largo de cientos de miles de años de evolución andando por sabanas fallase, mi cerebro no manda demasiados estímulos supuestamente literarios a mis dedos regordetes. No diré que he desaprendido a teclear en estos meses de chico trabajador, pero ya que Kafka no me ha poseído, a lo mejor me alienó un pasante calvo de la oficina de correos de la ciudad libre de Danzig, que sólo pasaba de soslayo en las aventuras fantásticas de mi querido Oskar Matzerath Bromski. No sé, la cuestión es que una vez terminadas mis tareas como auxiliar de cuarta categoría en el Registro de la Propiedad, mis dedos son ágiles con la tecla y el tabulador, pero mi imaginación se ha venido abajo de la manera más tonta. Enfermedad del Atolondramiento del Trabajo Mecánico, o síndrome de López Ruiz.
Federico López Ruiz, oriundo de Galapagar, tenía en la cabeza un soneto al que le faltaba una sola palabra para ser el mejor en lengua española jamás escrito. Pensaba su palabra día y noche, mirando a levante y a poniente, durmiendo con la almohada en la cabeza y la almohada en los pies. Pero la cosa se desbarató. Hubo de entrar a trabajar en una oficina del Ministerio de Hacienda pues hacía años había echado una bolsa de trabajo y ahora lo reclamaban. Convencido de su memoria, no escribió el poema en ningún sitio. Al principio, entre formulario y usuario indignado, parecía intuir que la palabra aparecería en su mente al igual que cargaba de tinta su estilográfica. Por las noches, al principio, repito, en el brumoso plano que separa la vida vigil del mundo de los sueños casi acariciaba las sílabas de su ignota palabra. Fueron pasando los ejercicios fiscales como se oxida el hierro a la intemperie, inexorablemente. Tres años después de empezar a trabajar no es que buscara la palabra, sino que había olvidado al menos veinte palabras del soneto. Ahora si lo escribió, en un pliego de descargo, pero era un rompecabezas difícil de montar. Una década llevaba ya, cuando ascendió a oficial. Ya no buscaba, y guardaba el papelito arrugueteado en el Debe Haber de la temporada 89-90. Llegó el momento fatídico en el que olvidó que había escrito un poema y con que ansias había buscado el vocablo adecuado. Cuando se prejubiló no le dieron un reloj de los de toda la vida. Como eran modernos le regalaron un iPhone con los años de condena que había cumplido en su cubículo grabados por un experto grabador en la tapa metálica del tecnológico artilugio. Su piel era cenicienta, blanda y caída. Nata blanda revenida. Su cerebro había perdido la capacidad de tener alguna idea propia, no ya de una función estética o artística, sino en el mero hecho de vivir. Comía cuando tocaba, cagaba cuando dolía y dormía si estaba oscuro. Los sesos los tenía licuados. Su mujer se fue a Marbella con un señor de noventa años para vivir como una reina y no como una fregona. Al final de sus días, demente prematuro, y con la mente reseteada por una enfermedad  degenerativa, repetía una cosa, sólo una cosa., constantemente decía crótalo. Crótalo, crótalo, crótalo. Nadie sabe si era esa la palabra perdida o algo que se le infundió a él en su resquebrajada mollera. Crótalo.
Yo, al menos, que si no es por muerte súbita me espera un año de temario y, si la cosa va medio bien, de Palentología. Pero he perdido, al menos por ahora el afán convulsivo de escribir que tuve en otro tiempo. Ya me vendrá cuando tenga que estudiar, porque estudiando me dan ganas hasta de correr la maratón.

 
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