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sábado, 11 de junio de 2011

GRAVA



(Oscar Wilde)


Descendía por el camino de gravilla con la bicicleta negra que me había dejado un lugareño. El chirriar de los muelles del sillín hacía que cualquier desnivel en la ruta, por minúsculo que fuera, pareciese el desplome de Jericó por las trompetas hebreas. Las ruedas, tenuemente desinfladas, proyectaban los chinitos, como catapultas, a las almenas de las plantas que crecían en la mitad del camín de carros, en la protuberancia central, donde la flora era abundante. Los cielos de Flandes se observaban en el horizonte, y en lontananza una gran piedra en medio de una era, superficie llana y circular. Destino de mis pasos. De mis pedaleos, mejor. Mi escepticismo crecía por momentos, como si al acercarme a mi objetivo clarificara y clasificara las ideas en mi mente. La fuerza de la razón, parecía, ordenaba las neuronas, puestas patas arriba por el anhelo de lo arcano, de lo que transciende a lo lógico. Lo preternatural salía por la ventana cuando lo evidente entraba por la puerta, como un caco o un amante pillados in fraganti.
En mi excedencia de la Universidad, que ya duraba dos años, había recorrido oscuras bibliotecas y tiendas de viejo, tumbas polvorientas sin ningún aliciente y hostales de mala muerte. Mucho hostal de mala muerte y peor vida. Había reunido los datos fragmentarios de un olvidado culto a un dios perdido. Todo me había indicado que iba por el buen camino para llegar al monolito de basalto del que todos murmuraban y todos evitaban. Yo ya lo veía, y se suponía que el último ser vivo que lo vio holló estas tierras hace décadas. Nadie, decían entendidos, gentes del pueblo, escritos nuevos y viejos, se atrevía a pasar ni siquiera a dos kilómetros de la piedra. La Piedra Negra que inspiró a Howard y a Lovecraft, a Dunsany o Blooch. Cthulhu y sus mitos literarios son solo reminiscencias modernas de lo que me venía a referir. Me acercaba más y más. Todo era bastante normal. Nadie había, como habían vaticinado los sabedores. Pero cuando llegue a la piedra, ya estaba tan desencantado que ni me fijé en sus glifos, ni en sus bajorrelieves supuestamente malditos, ni tan siquiera en su pulimentada cara superior, donde la leyenda cuenta que miles de personas habían sido sacrificadas al Dios del lago. Solo repesé mi espalda sobre el monolito, me puse un pañuelo a manera de máscara y reí. Esa grava que venía proyectando y tragando por el camino, blanquecina, pulverulenta, era tan alóctona en este entorno como yo mismo, que venía de otro continente, de los confines del mundo. Esa grava blanca, que tamizaba el camino, como un feo tapiz descolorido, como un mosaico monótono hecho añicos, no estaba allí por las fuerzas ocultas de una naturaleza desatada en profundidades insondables. Todo era prosaico, alegre, precioso en esa tarde de cielo de cuadro flamenco, donde el búho ya empezaba su vuelo. Esa gravilla que tenía en mis manos, triturada por máquinas enormes en canteras nada escondidas, estaba puesta por unos operarios de un Ministerio de Fomento cualquiera. Un tipo al que se le veía la raja del culo, mandado por un tipo de traje y corbata con casco, había osado pisar la llanura del Monolito de Ezotoh. No creo que maldiciones ni venganzas de sangre cayesen sobre esos peones camineros que habían dejado latas de cerveza como marcadores de su territorio, cosa esta de la que me di cuenta después. Me levante. Miré a mi alrededor. Nada extraño. Solo una piedra rara entre el paisaje kárstico, que vaya usted a saber cómo llegó hasta allí, pero bien pudo ser un bloque transportado, vestigio de una pasada era glaciar, interesante para el experto en hielos que se mueven, pero inútil, benditamente candido e inservible para el que buscara más allá de lo que había. Una piedra. Negra. En medio de una era antigua. En un país incierto que solo es exótico para los que no se fijan en que todos los sitios, de alguna manera, son iguales. Abrí mi mochila, bebí un sorbo de agua fresca de la fuente del pueblo y me volví andando, con la bicicleta a manera de mascota. Nada atormentaba mis sensaciones, no venían reverberaciones de lejanos eones para descolocarme. Pisaba en firme la grava, la fea y polvorienta grava, que permanecía ajena, por ser grava, ente inerte, a las disquisiciones de los hombres que se cansan de los caminos de la lógica. A medida que me acercaba al pueblo me fui olvidando de la Piedra Negra de Oyrkos, de la Piedra Maldita de Baal, de  la Puerta Negra de la Luna Roja, pues fue siendo ocupado su lugar en mis pensamientos el deseo simple, llano y prosaico de comerme un buen filete a la luz del hogar.

viernes, 9 de noviembre de 2007


La acera era serpenteante y pequeña, apenas podía pasar con los enormes zapatos que gastaba. Aunque no lo tenía muy claro, intuía que alguien le seguía. Juegos de luces y sombras jalonaban la calle, mojada y hedionda, artería muerta de lo que otrora fuese un pueblo. El corazón palpitaba por salir del pecho tatuado con cruces y mujeres desnudas, como si el órgano vital fuese más consciente del peligro que el cerebro bañado en absenta y opio, después de tantos puertos. Había llegado hacía poco. Estaba de paso pero se quedará allí para siempre. Había oído algo acerca de ese pueblo en tabernas por toda Nueva Inglaterra, aunque poco amigo de cuentos de viejas, jamás los había creído. Ahora, escuchando alaridos chapoteantes y viendo el espectáculo de deformes cefalópodos andando por la calzada, aún lo creía menos. Se supone que estas cosas no pasaban. Un pálpito de salvación nació dentro de él. Ya eran casi las 6 y pronto amanecería. Quizás lo que le perseguía no gustase de la claridad del día. Se escondió entre unos cartones y espero a ver por la rendija el alba venir. Con el día el frío se intensificó de manera notable. Aguantó aterido con los pies descalzos encima de un viejo periódico, lo único seco que encontró por los alrededores, en el alfeizar de una ventana. Las noticias eran extrañas. La potencia inglesa en la guerra de Europa se había parado porque los animales se volvieron locos. Que cosas, pensó G. olvidando sus problemas por el momento. Este leve descanso de su mente le permitió dormir algo. Al sumergirse en los sueños vio grandes edificios submarinos y extraños seres que le eran familiares.

Despertó y escudriñó el callejón. Nada. No se oía nada. Solo las gaviotas en la playa y el rumor del mar en la ensenada. Salió como un felino sigiloso. Nada. Las avenidas desiertas y el viento en los árboles muertos.

El sol había salido de nuevo sobre Innsmouth.

 
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