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jueves, 11 de agosto de 2011

Historias de fantasmas (Sueños)


No sé si sabrán ustedes los que son las notas simples. Son unos minúsculos informes en los que viene detallado el estado de una finca. Se piden en los Registros de la Propiedad, donde me gano poco a poco el pan, con el aire acondicionado de mi frente. Una finca, puntualizar, no es un cortijo o un enorme bosquizal donde cazar el zorro, sino un bien inmueble. Sus casas son fincas urbanas. Incluso las cocheras son fincas, bueno nooooo, subfincas. Pues a eso me dedico yo parte de la mañana, cuando no me dejan hacer otras cosas. En mis breves vacaciones he leído un libro –precioso, por cierto-, que se llamaba Los piratas fantasmas de  William Hope Hodgson . Iba sobre un buque encantado y sobre las cosas que allí se veían, sin tener precisamente consistencia material. Solo por el nombre del narrador y protagonista, Jessop, curtido marinero recién nombrado de primera, merece la pena el libro de doble final (el escritor escribió uno alternativo, desde el punto de vista de otro barco, para venderlo como cuento independiente). La cuestión es que enfrascado en lecturas y aguas tenebrosas, soñé  a bocajarro, que en el trabajo pedían unas notas simples de arcanos libros antiguos (bueno, el más moderno es de 1937),  pues en la Sublevación del Movimiento Nacional y su posterior guerra el archivo fue quemado –durante la colectivización, supongo-. En el sueño los libros eran más recónditos, y bajo los simples números de finca, los números de tomo, libro y folio se escondía algo. Al leer la letra perfecta de pluma de color negro azulado, algunas presencias iban tomando cuerpo en la estancia, siendo yo el único que era consiente de su existencia. Después, al imprimir en impolutos A4 de 80 gramos, los comúnmente utilizados, en preclara Courier New,  en una impresora láser de tóner, salieron las notas un poco extrañas. Iban avejentándose y percudiéndose, como si de una lepra papelera se tratase. El tóner fijado con calor se convertía en tinta multicolor de grueso trazo. Lo que debería relatar dueños, porcentajes, superficies y lindes, contaba otro tipo de historia, a cual más terrible en base a esas presencias difusas y a un poder telequinésico que conectaba la historia de la casa a mi mente soñadora. El trabajo seguía mientras el yo angustiado luchaba contra el yo normal de estas cosas son normales, hombre. En un  momento me di cuenta de que era un sueño. ¿Era acaso mi propio consciente soñador llamando al que había caído en las garras de lo ominoso? No lo sé.
No miro igual los volúmenes antiguos. Sobre todo, sobre todo, porque están llenos de ácaros…; inquietante.   

martes, 21 de diciembre de 2010

El condenado del clave


El dulce tocar del clavicordio desentonaba con el tono lúgubre, con el espíritu austero y protestante de la cámara. La llama de una vela, mecida por el frío, que se colaba a empellones por las rendijas de la ventana, bailaba al son de la alegre melodía. Era la única luz aparte del hogar, que yacía moribundo en su cama de ceniza. Apenas se acordaban las paredes de cuando magníficos cuadros de colorido cegador las adornaban en días felices. También ha perdido la memoria el diván arrinconado de los galanteos e intrigas que se fabularon en él. La mesa torneada estilo imperio hoy ya ni está entre los rudos muebles del honrado artesano. La carcoma habrá horadado las torneadas patas y la panza de madera, rompiendo el silencio del desván junto a las ratas y murciélagos que viven allí a sus anchas. Quedamos, pues, en que la única reminiscencia del pretérito, el vestigio de horas ya consumidas en el reloj del hall era la música, aunque poco quedaba del antiguo animador de fiestas y perfecto anfitrión. Un hombre huesudo, hierático, mecánico pulsaba las teclas del clave con maneras de autómata. Su rostro, cubierto por una máscara ajada y cien veces remendada, daría miedo si alguien lo hubiese visto en los últimos años, cosa que era imposible que ocurriera, pues en esa estancia estaba obligado a permanecer, prisionero del destino, pagador de deudas, el crápula jubilado por cosas que se firman en momentos de euforia de la absenta negra y del dormitar opiáceo.
Los dedos, racimos sin uvas, sarmientos secos, semicubiertos con unos mitones de incierto color, le dolían. La espalda, que trazaba verticalmente la forma sinuosa de un meandro suave, le dolía. Los ojos, que en un tiempo fueron brillantes y vivos, herrumbrosos y translúcidos, como cubiertos por la fina capa vegetal de una cebolla, le dolían. Las rodillas, chirriantes como goznes sin grasa, le dolían. La mente, aún fértil en imaginación e ingenio, ya no es que le doliera, es que quería salir de su cabeza para mudarse al cálido sur, o a los aires frescos de la montaña, conformándose si fuese necesario con un pub de ginebra barata y rufianes. Pero eso no podía ser. Estaba atrapado en una cárcel sin rejas, sin perros ni alambradas, sin garitas de vigilancia con certeros francotiradores, condenado al dolor y a la lucidez.
La lucidez, si, la lucidez, quizá la peor de las penas, si ves que eres consciente de que todo lo que te rodeaba ha sido derruido por el tiempo y por tu mano, cincelados los cimientos y cortadas las cadenas que te unían al mundano acontecer de los días de vino y rosas. Pero el infraser, que dejó de ser humano hace mucho tiempo, continúa con el clavecín, tocando canciones alegres de un pasado remoto. Él siente que lo lleva haciendo una eternidad, pero hace apenas cuarenta y ocho horas que pena en vida, cumpliendo su sino, amortizando en sufrimiento el beso de una mujer que no había visto nunca, y que ahora jamás dejará de ver en su imaginación, fértil, florida, quizá lo único vivo de verdad que haya en su cuerpo. Reconstruye en su cabeza cadavérica el perfil de los labios de la desconocida, sus ojos de hechizo, que ahora aparecen como gigantes lunas azules de un planeta congelado y su nariz esculpida sin duda por un artista helenístico. Las notas continúan durante horas y horas. Todo es dolor y sufrimiento consciente. Ya casi no recuerda nada y solo se levanta de vez en cuando a mirar por la ventana que ofrece la visión oscura. ¿Acaso siempre es de noche? Esa observación dura poco, pues alguna fuerza que no es de este mundo lo arrastra otra vez al teclado, gastado por el uso, con quemaduras de cigarros en alguno de los dientes de la siniestra dentadura del clave. Toca, toca y toca. Pavanas, mazurcas, polkas y alguna pieza de zarzuela bien alegres. Cuanto más se sume en su infierno más dicharachera y ligera es la melodía, más chirriante le parece, más outre se le antoja. Lo peor de todo es que estará así para siempre porque se lo dejaron bastante claro cuando despertó del sueño farmacológico de las sustancias que ingirió en una de las habitaciones, de chinesca decoración, de una villa a las afueras de la ciudad.
Besaste –le dijo un viejo con smoking- a un ser sin alma, para lo cual firmaste conmigo este acuerdo.

Y le enseño un papel que parecía más viejo que el propio mundo. Reconoció su propia letra en un documento manuscrito.
Entonces fue consciente, consciente del engaño, consciente de que la vida como la conocía había terminado para él. No más estrenos en el Teatro Real, no más tabernas ni lupanares. Estaría confinado en una habitación de su casa, según leyó, durante toda la vida, durante las múltiples vidas, eternamente.
El anciano le continuó explicando: mucha gente cree que el infierno es un lugar físico. Bueno, en realidad lo es, pero cada ente, cada persona tiene el suyo propio. El goloso rondará los escaparates de la pastelería, sin poder entrar en ella, llueva, haga calor, nieve. El sibarita comerá el rancho de los vagabundos, sin acostumbrarse a él jamás. Y tú, desgraciado caprichoso, que por un beso me diste tu alma penarás, aburrido, sólo, con la única luz de una vela, siendo viejo, ya que te regocijas de tu juventud de forma voluptuosa y desagradable, tocando tu viejo clavecín, el que tanto odiabas cuando la institutriz te daba interminables horas de clase en las tardes de verano… Estarás aquí para siempre, verás como pasan las estaciones por la ventana, los siglos, los milenios, las eras y los eones. Todo será tan mortalmente aburrido que te matarías si pudieras, pero eso es imposible, según el documento firmado por ti.
¿Eres el demonio? –preguntó nuestro progresivamente envejecido protagonista- Todo era tan confuso con la absenta y el opio que no vi tu firma.
El viejo negó con la cabeza y se desvaneció.
El hombre apareció en una de las habitaciones de su casa, que dejara ayer mismo, toda carcomida por los gusanillos de la madera, con austeras sillas de campesino, con el fuego de la chimenea agonizante y el clavicordio con las tapas abiertas. Le iba pesando el cuerpo, y las articulaciones sonaban como si fuesen tablillas de San Martín. Su vista se nublo bajo el glaucoma y las cataratas. Sus pelos se caían a mechones. Se sentía encoger.
 Se sentó en la vieja giratoria, y en vez de las partituras, que en realidad no necesitaba vio el ajado documento redactado de su puño y letra. Rápidamente se fue a la firma de la otra parte contratante. Miró con los ojos entreabiertos, atifando por su recién contraída vista defectuosa.

Simplemente ponía en letra gótica: 

  

sábado, 4 de septiembre de 2010

Un recuerdo para S.H.



"Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad."
Esta tarde, en remojo, con un agua fresca rodeándome casi por entero, miré hacia arriba. Era raro, era extraño, o es que acaso no me había percatado que en verano hubiesen cielos de Flandes. Me explico. Para los que sean nuevos o no se acuerden de mis idioteces. El cielo de Flandes es aquel de tonalidades grises medios y azules muy apagados, con grandes nubes, dejando algunos huecos en los que se percibe el azul celeste del cielo normal. Es el cielo que tienen los cuadros de los maestros flamencos. Entre tanto iba yo observando los fenómenos atmosféricos me di cuenta que echaba de menos a alguien. ¿Un amigo? ¿Un antiguo amor? ¿A mi pájaro Cuclillas? ¿A la gata Lucifera? Echo de menos todas esas cosas a menudo, pero mientras estaba flotando como una boya en un mar en calma me acordé de mi sempiterno acompañante durante este verano, el señor Sherlock Holmes. Y es que he ido alternando la lectura de los múltiples libros con las historias de S.H. Eso hasta que anteayer acabé las obras completas del simpar personaje.
O sea, me he leído todo lo que el autor escribió sobre él (llamado el Canon, parece ser), que a lectores menos amodorrados que yo le podía parecer repetitivo, y aún lo echo de menos. También a su narrador y amigo Doctor en Medicina John Watson. Y a los irregulares de Baker Street. Y a tanta belleza victoriana que se privaba cuando ocurría algo misterioso o sorprendente.
Un personaje puede estar más vivo que muchas personas. Poder incluso tocar con las manos la babucha que cuelga de la chimenea, a modo de calcetín para Santa Claus. Se puede oler su maloliente pipa llena de tabaco negro y sentir su presencia.

Y ya cambiando de tercio, y hablando de presencias, me he sentido un poco invadido, un poco observado, espiado y quizás poseído, cuando entre los relatos de Guy de Maupassant que devoraba después del baño, me he metido entre ojo y ojo, entre neurona y neurona El Horla. La descripción de un aquejado de depresión y ansiedad es evidente (al menos para un sufriente de dichas enfermedades), pero tal y como desarrolla el franchute el cuento –como un diario- le da un toque sobrenatural, pero sutil, que realmente acongoja, por no decir la rima. Me está gustando realmente este Guy, del que nada había leído, y que tan joven murió. O sea, al contrario que Sherlock Holmes (y de su creador) que cumplió el siglo en los 50 de la pasada XX centuria.
Y una vez escrito esto me vuelvo a preguntar otra vez ¿realmente interesa esto a alguien? Bueno, yo creo que si. A la gente que lea, que se sentirá identificada. O quizá no… ¡yo qué sé! Buenas noches nos de el que espera soñando en el fondo del mar.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Siete razones para horrorizarse


Quería escribir un relato para Halloween. No es que me guste especialmente eso de las calabazas o el Truco o trato, pero mis fuentes en la literatura de muertos y cuentos de terror son sobre todo anglosajonas, así que el Halloween me vino al pelo el año pasado, pero este año no he podido, ni he tenido ganas, todo hay que decirlo, de trabajarme un relato (ya lo escribiré porque tengo la idea en la cabecica). Ya es Día de los Santos Difuntos, y por ende, de todos los difuntos enterrados en Camposanto y visitaré el cementerio para entonar cantos antiguos a los restos de nuestros ancestros. Yo no idolatro la muerte, que quede claro. El colapso funcional –como decía un profesor muy muy redicho que yo tuve- es consecuencia directa de estar vivo, así que es una cosa natural. Así que habrá que darle la importancia justa. Como pone en una plaza de mi pueblo (la de Castilla del Pino) Uno vive en la memoria de los demás; no hay inmortalidad, hay memoria. Pues eso, que uno vive mientras otros se acuerden de ti y no creo que haya que ir a recordar un muerto a un cementerio, sino hacerlo cada día, cada uno, con los que se han querido y se han muerto.

Aparte de esto, y volviendo a eso del terror en la literatura, éste se ve superado con creces por la misma realidad, creando unos arquetipos, no precisamente lovecraftianos, de lo que es tener pavor. Eso de “el miedo en el cuerpo”. Pues les relato a continuación cosas y personas que me causan cosica, normalmente irracional, pues el miedo, el pavor, el canguelo son cosas de entre el subconsciente y el instinto de supervivencia.


Este señor que ven aquí se llama Enrique de Diego y es tertuliano en Intereconomía. Ya saben que de esta cadena puede haber muchas cosas que den verdadero pánico, pero es que este adalid de las clases medias (está obsesionado con eso de las clase medias) es lo más loco de España, obsesionado con Zapatero, ve enemigos por todos lados y claro, yo, siendo como soy, seré su enemigo, supongo, y me imagino a este con un Uzi y me cago las patas abajo. Recalcar aparte de estos temas, que se recorta la barba aún peor que yo, que ya es decir…


La cadena al servicio del emporio Disney hace que me dé desazón. Me desasosiega poder encontrarme con una juventud que siga el patrón buenrrollista – pero en baboso y wasp style-. No digo yo que el mundo sea como Física o Química, pero desde luego, como sea tan anormal como el de Hannah Montana o Cambio de clase, que me metan en una cárcel con 666 terribles asesinos sodomitas antes que en el hotel de Zack y Cody.


Amaia Montero se me aparece por las noches en sueños. No es por su cursilismo guiputxi, ni por su voz almibarada. No, amigos no, es porque creo que me va a comer. Esa cara de pan de pueblo solo puede formarse devorando kilos y kilos de barras de cuarto y a algún obeso como yo que otro.


Ratzinger es un personaje siniestro que parece salido de una novela de género de esas bastante baratas, pero eficaces. Los domingos veo el Ángelus en la tele y ese italiano con acento bávaro y deje sacerdotal, junto a su sonrisa forzada y sus ojeras, comparables a las del entrañable Jiménez del Oso, hacen que su pelo blanquísimo como su traje de faena rememore en mis neuronas a Saruman el Blanco (perdón por el friki acuerdo, pero es que me leo en estos momento El Señor de los anillos), por no hablar de su archiconocido parecido con el Emperador de la Guerra de las Galaxias. Palpatine manda en un millar y pico de millones de fieles en el mundo. ¡Miedo!


El anticristo no se llama Demian Thorn, se llama Manu Chao. Este señor perroflauta me produce pavor por su extraño acento gabacho y su capacidad de congregar a miles de pies negros con solo unas palabras mágicas. Imagínense, como el flautista de Hamelín, pero con tipos costras con mallas y pañuelos palestinos. Peor que La invasión de los muertos vivientes…¡Ay, omá, que repelús!


Desde que era pequeño el entierro prematuro ha sido un temor importante en mi vida. Gracias a Poe y a la peli de Corman, decidí que debía ser incinerado, o cortado a cachitos para los buitres o algo, antes que me metieran en el traje de pino. Que terrible sensación debe ser esa de despertar en un receptáculo que está en un nicho o bajo tierra. ¡¡Que cosa más mala!! Al menos a los que guillotinaban en la Revolución Francesa no tenían nada que pensar a este respecto.


María del Monte es como una psicokiller cañí. Pretende pasar por simpática en la tele, pero su mala leche traspasa la frontera de una actuación paupérrima. Si temía que Amaia me zampase, de María me escama que me pueda seccionar las joyas de la familia, ustedes ya me entienden, con un cuchillo de cortar jamón. Ideal para la versión española de Misery.

Un sudor frío recorre mi nuca en un Día de Difuntos en que parece ser verano.

 
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