domingo, 28 de noviembre de 2010

Dinamita


Otra vez, la noche, el frío, la lluvia.

Otra vez mi ordenador y yo, solos en la madrugada.

El día que debió ser el de los anarquistas dinamiteros solo consiguió ser el día en el que la podredumbre avanza que es una barbaridad y nadie puede pararla. Contaba Carandell en una entrevista concedida a Dildo de Congost en Mondo Brutto, que las acciones violentas no son hoy populares, como lo eran en las primeras décadas el siglo pasado (el XX). Entonces se jaleaba la matanza de un ministro como si fuera Sábado de Gloria.

Hoy las cosas no son así. Incluso a mí, que me jacto de ser un tipo duro (jajaja, eso no me lo creo ni harto de fluoxetina), no me gusta la violencia. La violencia dinamitera es una nostágica entelequia hoy en día. Vienen a mi mente libros de escritores que jamás se volverán a repetir como Chesterton (El Hombre que fue Jueves o El hombre que sabía demasiado) o Conrad (El Agente Secreto). Ambos abordan en sus magníficos libros el temor cuasimístico a ese anarquismo nihilista y dinamitero, que sin dejar de ser real, era ciertamente etéreo, secreto, críptico. Etéreo, joviano, diría yo es la respuesta por las gentes a lo que, como si de un club de señoritos se tratase, se les dé cancha a los que arruinan a las gentes, los que nos explotan por dos perrillas y los que desahucian, como cagan cada mañana leyendo el Wall Street Journal o una novela de Silver Kane. Sus rostros son decrépitos y avarientos, no hubo un pintor ni un conjuro para que en un retrato como a Dorian Gray se plasmara toda su crapulencia fagocitadora. Se ve en sus facciones el nerviosismo del ávaro, la papada de no saciarse jamás, las bolsas de los ojos, donde reposan vidriosas las miradas de escrutinio y el vacío de sus conciencias. Sus trajes y corbatas que juntos podrían sacar de la ruina a miles de mileuristas atosigados por las facturas.


Yo no entiendo de economías, de dineros y palabras en inglés por las que se provocan guerras en países que ni conocemos. Pero pedir consejo al verdugo para salvar al reo es esperar que los Monty Python dejen de ser graciosos o que el café vuelva a costar veinte duros. Y por eso, teniéndolos todos juntitos, la idea de una operación Walkiria o contratar a Chacal no es tan obsoleta, ni tan descabellada, pero en fin son utopías de mi descerebrada cabeza llena de pastillas y resentimiento a un sistema tan estúpido como eficaz. Otros ocuparían sus lugares. Sabia nueva neoliberal, aún con menos escrúpulos que los viejos. Jóvenes cachorros que esperan con sus pelos engominados ser los sucesores de los imperios.

Yo, mero espectador, mero ciudadano, mero mameluco en su laberinto, saco fuerzas de entre mis adiposas células para decir al menos lo que merecen. Merecen la cárcel, la desamortización de sus bienes, merecen el rechazo social que parecen no tener. Puercos agarrados a los que no visitarán los tres espectros de Dickens la noche de Navidad. Si Scrooge se convirtió todo es posible, nos dice la canción de Navidad, pensamiento inocentón de época victoriana. Dudo mucho que estos bicharracos sepan lo que es el prójimo, la empatía, el más sencillo sentimiento humano, el de la compasión. Si se ponen en lugar del otro, es de otro que tiene más riquezas y poder, para a ver si así pueden acaparar mercados y echarse fotos con ídolos del deporte y codearse con jeques, magnates y jet set decadente.

Paro ya que me estoy haciendo mala sangre, y bastante mala la tengo ya.

Amiguitos, no sean como ellos y sus acólitos, lean.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Los ojos del diablo


Veo los ojos del diablo a través de una rendija de la puerta.

¿Me estoy volviendo loco? No. Veo la luz naranja del termo y su reflejo, que parecen ojos ígneos de demonio, pues la realidad, como siempre suele pasar, es más prosaica que cualquier espíritu fatuo o que un Mefistófenes andando por la campiña cordobesa, donde a estas horas hace más frío que pelando rábanos.

Si, amigos, la vida no es tan especial como a veces nos creemos. A mí en realidad me gusta la realidad. Nada es tan trepidante como en una película de Bruce Willis, gracias al cielo. La vuelta a la rutina, de hablar de estufas y gélidos aires, de mirar al levantarte por las cortinas venecianas si llueve o es que es la siesta y no te acuerdas (crees que es madrugada cerrada), cosa que me suele ocurrir con bastante frecuencia. Después oyes coches, bullicio, sonido de obra parada; tardenoche en mi calle. En vez de rico pan con aceite toca cenar. Ya casi no ceno, depende del día. Eso es extraño en mí, pero el cocktail de medicamentos que ingiero es tan heterogéneo que si les relatara los efectos secundarios estaría aquí hasta mañana por la mañana. Y tengo que dormir, lo siento.

Antenoche soñé que empezaba una carrera nueva, Química. Eso es altamente improbable, pero la cuestión es que en el mundo onírico aún no había acabado mi Geología de mis entretelas y como un político cambia de siglas yo cambiaba de carrera y de facultad. Mi nueva academia del saber estaba derruida. Había un campus, y dormíamos allí. Yo me sentía viejo entre los jóvenes, y dormía en un jergón al lado de una ventana que daba a la típica calle lateral, llena de maleza, charcos y mierdas de perro. Poco a poco la hierba y una especie de enredadera espinosa, iban tomando la ventana y los alrededores de mi colchón en el suelo. Mis compañeras de habitación, sin embargo, tenían camas normales y yo durmiendo como un perro. Iba a secretaríam que curiosamente estaba al lado de la habitación y cogía las asignaturas en un papel. Después iba a la facultad. Siempre que sueño con facultades son enormes edificios en medio de la nada, que cuando entras están llenas de escaleras, pasillos y pasadizos. Si, como lo leen, pasadizos. En mis sueños las facultades tienen pasadizos y las clases son pequeñas, y tienen la pinta del laboratorio de Paleontología de la Facultad de Ciencias de Granada. Viejas y sucias clases con pilas de porcelana y grifos de fregadero.

Despierto. Estoy en casa. Vuelvo a dormirme.

Estoy en el jergón. Alguien ha puesto palos en donde estaban mis cosas. Palos carcomidos, llenos de hormigas. Son como postes pero aún quedan reminiscencias de nudosos cortes de rama. No me quejo. Mi vida siempre ha estado abocada a un síndrome de Diógenes, incluso en sueños. Las muchachas son jóvenes y van y vienen alegres. Parece que ellas ven todo diferente, pues conversan charlan y estudian en sus mesas. Yo no puedo estudiar. No hemos empezado casi, y en vez de pupitre tengo leños apilados en un rincón, una vista que me gusta, hierbas y hormigas.

Me despierto de nuevo. No sé que hora es. Dormir, dormir es lo que quiero.

Salgo a dar una vuelta y me encuentro con compañeros míos del instituto. Curiosamente hay 3 que hoy son químicos. Chan va vestido con un traje de motero y me abraza. Siento la dureza de las protecciones del mono. Nicanor va vestido de ciclista. Pérez, José Juan y Carretero no lo recuerdo. Solo sé que salía a dar una vuelta y ahora estoy en un bar vacío que hace esquina con mis amigos. Da a una plaza que tiene una fuente de varios chorros y está coronado por un caballo rampante de arenisca erosionada. No recuerdo de lo que hablamos.

Me vuelvo a despertar y despierto me quedé. Era por la mañana.

Ahora que la niebla de fuera difumina la luz que entra. El frío se filtra fluido por las rendijas. Mi cama me espera. No es un jergón lleno de maleza y arañas. Es mi cama, la vieja cama que gruñe cuando aguanta mi peso dormido sobre ella. Allí donde vivo como soñador y como insomne vigía del mundo vigil y nocturno de la oscuridad, tan solo rota por luces que parecen ojos ígneos de demonio. Esta vez son los triples con interruptor detrás de la cortina. Siempre me observan. Hay poco que ver. Es la vida.

Y no es tan especial.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Hoy en sociología de chichinabo: esperar en el médico.


Hace ya bastante que no escribo de mis cosas. Es por dos motivos fundamentales: pereza y falta de historias. Mi vida no es trepidante. No viajo casi, apenas salgo de casa, y si salgo siempre voy a tres sitios: la casa de María y Manolín, a lalibrería de mi primo Kiko y a Cervecería La Plaza (o sea, a Cá Daví). Pero como hoy he roto esquemas yendo al ambulatorio para sacarme sangre (era oscura y líquida) y estoy despierto desde las 8 menos cuarto, pues hay algo que contar. Si no hubiese sido por el cortante aire frío y porque tuve que concentrarme en casa para mear en un tarrito de plástico sin salirme (¡prueba superada!) hubiese ido zombificado o algún estado atáxico similar por las arterias de mi pueblo. La Calle Tercia donde vivo y la Calle Alta (llamada antiguamente la calle de los señoritos). Por ambas parece que han bombardeado los serbios. Obras y obras.

Cuando he llegado, como siempre a mi hora o un poco antes, ya se arremolinaban allí personas mayores pegando chillido-susurros, esa modalidad de murmullo que parece la lengua que hablan las serpientes en Harry Potter. O sea, parecía que daban algo gratis. Ya sabemos que la gente es muy amiga de la gratuidad y el grosero gorroneo. Pues no, aquí daba el vaso relleno de pipí y con una aguja (más gorda en mi caso) sacan la sangre. Es gracioso porque tienes un número que coincide más o menos con la hora y te llaman por tu nombre. Yo tenía el 24. Ya había una señora cuando yo llegué allí mangoneando como si fuese el jefe artillero en la cubierta de los cañones de un barco. ¿Usted que número tiene? ¿Y tú, Paquita? ¿Quién es el 33? (Esta señora tenía el número 19). Entonces después de tú, vas tú, y luego tú. ¡Señora, que nombran! Bien es verdad que siempre es bueno saber detrás de quien vas más o menos para escuchar bien tu nombre, porque con tanto orden impuesto a base de bocinazos a lo mejor no lo oyes. Mi vena de futuro profesor ha hecho que se me escape un par de veces un ¡sshhhiiiiii! que es recogido con descarada indiferencia. Iban cantando los nombres hasta que han dicho Miguel Morales, y otra que había allí ha empezado a vociferar Ineeeés Morales, Ineeeés Morales. Soy yo, señora. ¡Ah! me dijo. Es Miguel Morales. Otro ¡Ah!

Lo otro ha trascurrido sin demasiadas complicaciones. Le he regalado mi orina a una enfermera. Una practicante me ha sacado la sangre a la primera y sin dolor, y ¡ea! a mi casa. Ya llegarán los resultados de la litemia y otros condimentos que forman mi rojo fluido vital. Supongo que estará todo por la nubes.

Hay mucha gente que se queja de la Seguridad Social, y bien es verdad que podía estar mejor gestionada, pero lo que hace insufrible ir a hospitales, sanatorios y ambulatorios son los usuarios que no se saben comportar y cree que está en un patio de vecinos o en un corral de comedia.

Y esa es mi historia de hoy, que explica porque me he levantado temprano, porque he visto las obras y porque me estoy muriendo de sueño ahora mismo…

martes, 2 de noviembre de 2010

Las dos casas. Capítulo VIII. Fiebre de oro.

Las dos casas. Capítulo VIII. Fiebre de oro.

Hubo una vez un carpintero que harto de solo comer serrín mañana, tarde y noche, pidió dinero prestado a un amigo y se embarcó hacía las Indias Occidentales. Primero recaló en Cuba, haciendo de lo mismo que sabía hasta el momento, tallar madera y hacer mesillas de noche. Si vino harto de serrín, pronto se hartó de la viruta, y pensó que ese no era su sitio. Una noche clara, con las estrellas tan brillantes que se podía leer solo con su luz, y con un ambiente que bien recordaba a las historias de piratas, se embarcó en la goleta “El que espera” procedente de Innsmouth, Nueva Inglaterra, pues su vista se posaba en el río legendario del Amazonas, donde vivían tribus desconocidas para el hombre blanco. El barco zarpó camino del lejano sur helado desde un puerto de Pernambuco dejando a Nicasio y a otros aventureros en tierra brasileira. Con lo poco que había ahorrado en el Caimán Verde se dirigió a Minas Gerais, pues le habían dicho sus compañeros de viaje que allí habría trabajo y oportunidades para tipos listos. Nicasio que no se tenía por torpe ni por vago llego a Ouro Preto al atardecer de un otoño austral, cuando las estrellas empiezan a aparecer y los últimos resquicios de sol se apagan en lontananza. Iba a por el Santo Grial de las piedras preciosas, como todos, iba por el Topacio Imperial, que solo se encontraba allí. Había visto una en Barranquilla. Era una piedra alargada, de color del oro y con irisaciones resplandecientes, hipnotizantes. Se unió a Nuno Valdés, portugués que conoció en el viaje y con la ayuda de un nativo llamado Saulo, formaron la Compañía Minera “Cantamoira”, que al cabo de unos meses ya estaba siendo rentable, gracias a que el pequeño mestizo Saulo era como un detector de piedras preciosas, y sobre todo de topacios. Las piedras me llaman, señor, decía cuando se le preguntaba como podía hacerlo. De una u otra forma Nuno y Nicasio estaban felices. Ambos eran de temperamentos parecidos, y si bien a Nuno le gustaban las garotas más de la cuenta, eso no influyó en la marcha de la pequeña explotación que ya contaba con 20 hombres, con Saulo como capataz. Pasaron los años y ya no vivían en chozas al lado de la mina. Cada uno se había fabricado una enorme casa con mármoles blancos como el talco. Ambas idénticas, pero separadas en el espacio bastante distancia. Llevaban vidas ya muy separadas, pues la cosa prosperó y cada uno hizo lo que le vino en gana. Nicasio se concentró en el estudio, en el coleccionismo de plantas e insectos. Saulo había pasado de ser poco menos que un esclavo (visto el sueldo que le pagaban), a ser un hombre también rico, que vivía en casa de su ya amigo Nicasio, con toda su familia. Nuno se casó con un señorita de mala nota porque el amor es así, y nadie le puso impedimentos. Nicasio fue su padrino de bodas y el de sus tres hijos. Aunque ninguno de los dos estaba bien visto en la comunidad, uno casado con una meretriz y otro compartiendo techo con negros, Nuno se aventuró en la política y consiguió ser diputado por el estado de Minas Gerais. Mientras tanto, Nicasio se aburría. Tenía puesto sus ojos en el gran Amazonas, leyendo todo lo que podía sobre las expediciones de Orellana, Texeida y sobe todo Lope de Aguirre. No es que creyera en el Dorado, ni en las siete ciudades de Cibola, es que notaba que se anquilosaba, que se pudría en su palacio de nuevo rico. Un día decidió irse de Minas Gerais, al norte buscando el equinoccio y las aguas del gran río. Se despidió de Nuno, al que vendió su porcentaje de la mina; también de Saulo y su familia a la que por fideicomiso legó su casa blanca. Saulo dijo que iba con él. No, dijo Nicasio, con los ojos húmedos, tú has de cuidar a tu familia, pero te privaré de tu primogénito, que se viene conmigo de aventuras ¿verdad, Joao? agitando la mano en los ensortijados rizos de la cabeza del muchacho. Joao ya lo había hablado con al que el llamaba tito Nica. Saulo no pudo negarse, pero es que tampoco quería. Se sentía orgulloso de tener un hijo que iba a ser socio del hombre español que lo había sacado de las cabañas de madera, y agradecido a su amigo que proveyera de una oportunidad de hacerse rico a Joao.

Partieron un día del invierno meridional, montados en dos buenos caballos y con dos mochilas. Tardaron bastante en volver.

 
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