Dinamita
Otra vez, la noche, el frío, la lluvia.
Otra vez mi ordenador y yo, solos en la madrugada.
El día que debió ser el de los anarquistas dinamiteros solo consiguió ser el día en el que la podredumbre avanza que es una barbaridad y nadie puede pararla. Contaba Carandell en una entrevista concedida a Dildo de Congost en Mondo Brutto, que las acciones violentas no son hoy populares, como lo eran en las primeras décadas el siglo pasado (el XX). Entonces se jaleaba la matanza de un ministro como si fuera Sábado de Gloria.
Hoy las cosas no son así. Incluso a mí, que me jacto de ser un tipo duro (jajaja, eso no me lo creo ni harto de fluoxetina), no me gusta la violencia. La violencia dinamitera es una nostágica entelequia hoy en día. Vienen a mi mente libros de escritores que jamás se volverán a repetir como Chesterton (El Hombre que fue Jueves o El hombre que sabía demasiado) o Conrad (El Agente Secreto). Ambos abordan en sus magníficos libros el temor cuasimístico a ese anarquismo nihilista y dinamitero, que sin dejar de ser real, era ciertamente etéreo, secreto, críptico. Etéreo, joviano, diría yo es la respuesta por las gentes a lo que, como si de un club de señoritos se tratase, se les dé cancha a los que arruinan a las gentes, los que nos explotan por dos perrillas y los que desahucian, como cagan cada mañana leyendo el Wall Street Journal o una novela de Silver Kane. Sus rostros son decrépitos y avarientos, no hubo un pintor ni un conjuro para que en un retrato como a Dorian Gray se plasmara toda su crapulencia fagocitadora. Se ve en sus facciones el nerviosismo del ávaro, la papada de no saciarse jamás, las bolsas de los ojos, donde reposan vidriosas las miradas de escrutinio y el vacío de sus conciencias. Sus trajes y corbatas que juntos podrían sacar de la ruina a miles de mileuristas atosigados por las facturas.
Yo no entiendo de economías, de dineros y palabras en inglés por las que se provocan guerras en países que ni conocemos. Pero pedir consejo al verdugo para salvar al reo es esperar que los Monty Python dejen de ser graciosos o que el café vuelva a costar veinte duros. Y por eso, teniéndolos todos juntitos, la idea de una operación Walkiria o contratar a Chacal no es tan obsoleta, ni tan descabellada, pero en fin son utopías de mi descerebrada cabeza llena de pastillas y resentimiento a un sistema tan estúpido como eficaz. Otros ocuparían sus lugares. Sabia nueva neoliberal, aún con menos escrúpulos que los viejos. Jóvenes cachorros que esperan con sus pelos engominados ser los sucesores de los imperios.
Yo, mero espectador, mero ciudadano, mero mameluco en su laberinto, saco fuerzas de entre mis adiposas células para decir al menos lo que merecen. Merecen la cárcel, la desamortización de sus bienes, merecen el rechazo social que parecen no tener. Puercos agarrados a los que no visitarán los tres espectros de Dickens la noche de Navidad. Si Scrooge se convirtió todo es posible, nos dice la canción de Navidad, pensamiento inocentón de época victoriana. Dudo mucho que estos bicharracos sepan lo que es el prójimo, la empatía, el más sencillo sentimiento humano, el de la compasión. Si se ponen en lugar del otro, es de otro que tiene más riquezas y poder, para a ver si así pueden acaparar mercados y echarse fotos con ídolos del deporte y codearse con jeques, magnates y jet set decadente.
Paro ya que me estoy haciendo mala sangre, y bastante mala la tengo ya.
Amiguitos, no sean como ellos y sus acólitos, lean.