sábado, 30 de octubre de 2010

Las dos casas. Capítulo VII. Amparo.

Las dos casas. Capítulo VII. Amparo.

Amparo tuvo siempre una vida triste, pero ella siempre reía. Quedó huérfana muy pequeña y tuvo que entrar de criada con unos señoritos venidos a menos, que se podían permitir el servicio pues la gente trabajaba por dos comidas al día y un lecho de paja. Casose después con un militar de graduación nula, que conoció en misa –su única forma de expansión-, saliendo de la casa de los Peribañez como entró, con una falda vieja, una maleta de cartón y diez pesetas en el bolsillo. Había criado a los tres hijos del matrimonio formado por los señores Don Leopoldo Japón y Doña Anita Peribañez, y solo uno de ellos la echaría de menos, pues también puede haber nobleza entre tanto desgraciado con los humos por los aires.

El soldado Peñaflor era un hombre bonachón, con más tripa que cabeza, teniendo esta última también bastante desarrollada. Digamos que le faltaba un hervor, un ahumado y 5 horas en el horno, pero Amparo fue feliz con él. Iban pasando los años y los hijos no venían. Peñaflor quería un hijo y Amparo también, pero el caso es que, como solía ocurrir antaño, toda la culpa fue para la mujer. No por el marido, sino por las viperinas lenguas de las otras mujeres del cuartel, cuya saliva hubiera emponzoñado cualquier acequia en cuestión de segundos. Al final, el soldado Peñaflor ascendió a cabo. Ipso facto lo mandaron a la guerra en Zanzíbar, de la que volvió metido en una caja de plomo con una bandera en lo alto y cuatro medallas en el pecho. Amparo lloró durante muchos días. Con su marido había sido feliz, por fin, y no le había dado ni siquiera un hijo con el que poder recordar las bufonadas y las hazañas de Peñaflor. Le quedó una pensión tan miserable que durante algunos meses tuvo que vivir de prestado en casa de una cuñada. Afortunadamente para ella, aunque también produjo lágrimas en sus ojos y mocos en su nariz, Damián, el hijo del señorito venido a menos, que por sus propios méritos se había convertido en un hombre de pro, murió de unas fiebres. Le dejaba la casa de sus abuelos, para que ella la administrara a su conveniencia. Y así fue como Amparo terminó viviendo en la calle Pozuelo de la Cantamora, donde aún dormita a la sombra del limonero las mañanas de verano, escuchando el serrar de Cipriano y el intenso pensar del dinamitero, pues era su discurrimiento tan denso que no pocas veces su cerebro hacía ruidos.

sábado, 23 de octubre de 2010

Las dos casas. Capítulo VI. Testamento.

Las dos casas. Capítulo VI. Testamento.

Don Nicasio explicó a don Francisco el motivo de su visita.

Me muero, le dijo, y he de hacer testamento. El notario, aún sin conocer de nada al indiano, dio un respingo y puso una cara larga y tristona. No sé preocupe, prosiguió el moribundo, no es contagioso. Eso apenas consiguió recomponer la cara del funcionario, pero le doy más tranquilidad. Un médico muy bueno en Boston me ha dado seis meses de vida, un año a lo sumo, y por eso está usted aquí, señor Notario. Quiero que legalice mis voluntades y requisitos. Lo tiene todo en esta carpeta. Mis acciones, mis empresas, mis propiedades e incluso un listado de todos los volúmenes de mi biblioteca. Tramite usted el papeleo, si fuera tan amable, que esta semana vienen los albañiles a arreglar el patio y quiero guiar la obra. Yo es que antes de burgués, fui proletario, ¿sabe usted? La palabra proletario pareció no gustar a don Francisco, y solamente asintió de una forma ridícula y anacrónica, y se levanto ampulosamente de la silla, cogió los documentos de encima de la mesa y se despidió del indiano, sin apenas tocarle la mano que le ofrecía. Avanzó hacía la puerta y miró de reojo. Creyó ver el rostro de la muerte y un escalofrío le llegó desde el coxis a la nuca, haciéndolo temblar como una hoja.

¡Que gente más rara!, pensó para sus adentros al desearle los buenos días el asistente moreno del amo de la casa.

Fin del Capítulo VI.

Continuará

miércoles, 20 de octubre de 2010

Bendita languidez


Tengo sueño. Son las 12 :23 de un buen día de Octubre en el que todo es pacífico, lento y silencioso, solo roto por la gente que pasa fugazmente por la acera. Puede ser que mi percepción adormilada baje la intensidad de lo que me rodea y le de a la realidad un carácter onírico que solo tiene cuando estás muy cansado o cuando estás drogado. A mi me pasan las dos cosas a la vez, cansado y sedado, oigo el zumbido del ordenador y puertas de coche que se cierran y se abren, fuera en la calle. Muy al fondo las máquinas que trabajan en la plaza. Bajo este estado hipnótico entre la vida vigil y el dejarme llevar por los dioses del sueño apenas si alcanzo a escribir algo sin hacer un tremendo esfuerzo. Pero ¿Cómo diría? es un esfuerzo sin fricción ni planos inclinados, un esfuerzo a favor de la inercia, que se puede llamar fuerza o también dejarse llevar por la rotación terrestre, por la velocidad cósmica que nos aleja de otras galaxias. Aquí, con la persianas corridas y una leve luz gris del día entrando por la puerta siento que quiero elevarme o simplemente caer en el lecho y dejar fluir todo este sueño que me pone los ojos como canicas y pesas en mis párpados.

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Esto lo escribí ayer. Se perdió entre archivos y carpetas. Lo malo del Windows es que el papel no amarillea, ni hay humedades ni polvo y los documentos viejos parecen nuevos, ni siquiera tienen la cagada de una mosca.

Sigo teniendo sueño, un sueño poderoso proporcionado por la química de las pastillas nuevas. Consiguen su efecto, no sé si para bien o para mal, de que no piense en cosas raras. Bueno, más bien en cosas malas, porque en cosas raras siempre pensaré, y solo el último de los sueños, la larga siesta que llevará a los creyentes ante Dios y a mí a ser agujereado por múltiples insectos, hará que deje de pensar en cosas raras. Lo perjudicial es que se den vueltas a cosas insanas, palanquetas para abrir heridas cicatrizadas. Pero en mi estado les aseguro que aunque parezca triste mi semblante, por dentro estoy canela. Y bien, ya paro. Sean partícipes de mis tonterías pero hasta cierto punto, que tampoco es cuestión de cansar al personal.

viernes, 15 de octubre de 2010

El Tapiz de Penélope


Me rodean pegatinas por todos los lados. No son pegatinas en sentido estricto, sino que se pegan a las superficies. No sé si me explico. No, no me explico. Mis pegatinas son especiales porque son etiquetas de productos o tallas de ropa interior. No son cosas bonitas, ni funcionales ni nada, solo son eso, etiquetas llamativas y chirriantes. Casi siempre dicen que te da algo gratis, pero yo no me lo creo. ¿Por qué Licor del Polo te regala un 20 % de producto? ¡Venga ya! Estoy rodeado, repito, de pegatinas falsas, que solo se puede explicar por mi afán acumulador. Pero soy impermeable a esos mensajes. Sin embargo mi cabeza estos días es un bullir constante, una olla a presión de temores y inseguridades, de mensajes autosubliminares. Si, sigo en las mismas. No escribo ahora mucho por eso, porque me repito. Le iba a contar el rollo de siempre pero paso. Que si pensamientos malsanos, que si reverberaciones oníricas… memoria mala… pierdo la memoria. Ya no podré ir a Saber y Ganar. ¿Cuantos días agónicos me quedan por vivir aún? Hoy he leído en el muro de Alfonso que lo pasado pasó. Aparte de decir que los geólogos nos íbamos a morir de hambre, no es una cosa tan fácil. El hombre es fuerte en su coraza de alerta, pero en algún momento debe dormir. El sueño es la libertad. La libertad para masacrar lo que intentas cada día. Es como el tapiz de Penélope. Yo no espero a Ulises. Yo ya no espero nada. Pero mis sueños me recuerdan que antes me sentía más vivo, y que también era muy infeliz. Los días pasan. Primaveras, veranos, otoños e inviernos. Años. Mi yo visible está en el presente, pero mi auténtico yo es una mezcolanza de recuerdos, digestiones cerebrales pesadas, falta de amor, de autoestima casi extinta. ¿Soy acaso peor que el resto? No. Es mi respuesta definitiva. Los otros son iguales, o mejor, equivalentes. Pero yo solo tengo que soportar a otros pocas veces, sin embargo soy una pesada carga para mí.

Por favor, no me quiten la razón. Estoy hablando de mí. Ya sé que la estoy perdiendo.

martes, 12 de octubre de 2010

Las dos casas. Capítulo V. Las tareas y las horas de Cipriano, ebanista.

Capítulo V. Las tareas y las horas de Cipriano, ebanista.

Cipriano tallaba un cajón de una mesilla de noche. Había buscado en un libro antiguo el motivo musical de un sacabuches y un tambor. Como era para don Frasquito, el director de la Banda de Música, le pareció muy apropiado el diseño, un poco barroco, pero suavizado por las manos del artesano. Cipriano en estos momentos de trabajo, sentado y dándole a la gubia era una persona feliz. En realidad era feliz todo el tiempo, pues en otros tiempos había sido infeliz todo el tiempo. En la inclusa las monjas lo trataban como si de un animal salvaje se tratase, por el hecho de ser más oscuro que los demás desgraciados, que ya eran bien oscuros por la mugre acumulada. Hay quien dice recordar como llegó Cipriano al pueblo. Él mismo no lo recuerda. Alquiló la habitación-taller al señor del estanco y poco más se sabe. Contaban que el banco de carpintero, las gubias, los martillos y las limas las encontró ya en la habitación y por eso le dio por ser ebanista y después luthier. Conociéndolo parece ser una historia bastante verídica, pues se puede dudar que le enseñaran algo donde pasó su terrible infancia. Era un hombre extremadamente ordenado y limpio, y barría después de cada jornada el virutaje y las tablillas sobrantes, que guardaba en una pequeña habitación en el patio para cuando llegase el invierno calentar el chubaski. Aunque apenan hablaban, como se ha comentado con anterioridad, en esa casa llena de silencio humano, trataba a la señora Amparo como si fuese una tía, o una madre postiza, como en las novelas de la radio. Algunos días, rompiendo el no escrito pacto silencioso, jugaba al ajedrez con el dinamitero teórico, y se contaban algunas cosas no por curiosidad, sino por la subyugadora tarea de relatar historias, y si como no tenían nada que reprocharse el uno al otro se contaban su vida en leves píldoras dialécticas, entre un gambito y un jaque al rey.

Fin del Capítulo V.

Continuará

 
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