domingo, 27 de abril de 2008


Un día Perico se volvió loco. Era por la tarde, cuando el sol se ponía tras la silueta de las casas. Un enjambre de antenas y tendederos daban la impresión, sobre el cielo violeta del atardecer, de ser barcos, fondeados en un puerto cercano. Sus ojos vieron mástiles, aparejos, velas, e incluso intuyó una enorme bandera pirata, a lo lejos.
Perico, de aspecto enclenque, desaliñado, deambulaba por la calle de un lado para otro, desde que se quedó en paro. Trabajó de acomodador en el único cine de su pueblo. Destruido por el tiempo, la televisión y el VHS, éste cerró sus puertas años atrás. Pero la luz proyectada en la pantalla a través del celuloide, se había abierto camino en el infantil cerebro de Perico. Y sin duda, lo que más lo marcó, fueron las películas de piratas y barcos. Quiso ser Errol Flinn en El Capitán Blood, apuesto y galante. Un gran funambulista, con una gran sonrisa de dientes blancos, viendo a Burt Lancaster en El temible burlón. El capitán, respetado por sus hombres, cuando contempló, admirado, a Gregory Peck, haciendo El hidalgo de los mares. Odió para siempre a Charles Laughton, por ser el cruel capitán de la Bounty. Soñaba ser Clark Gable, estar del lado de la justicia. Tan solo flaqueó en el lado del bien una vez, cuando deseó con todas sus fuerzas ser Long John Silver, con su pata de palo y su loro, en La Isla del Tesoro.
Y aquel día, pues, la fantasía se convirtió en realidad. Al menos para él. Como Alonso Quijano se convirtiera en Don Quijote, Perico se transformó en pirata, obtuvo la patente de corso en su mente, y se dirigió a los barcos imaginarios. A los dos o tres días lo encontraron vagando por los olivos, buscando a su tripulación. Aún cuando los enfermeros se lo llevaban, gritaba que quienes le siguieran, obtendrían un buen botín. En efecto, si alguien le hubiera seguido, ahora sería un poco más rico, pues cuando años más tarde murió de infarto en el sanatorio mental, encontraron en su casa, un mapa, en el que la campiña se convertía en isla desierta, donde Ben Gun añoraba su queso. Y en la cruz marcada en el plano, en un arroyo cercano, en un gran baúl a rayas rojas, ochenta y seis millones de pesetas, junto a un catalejo y miles de afiches*; su gran tesoro.

Granada, 30 de Marzo de 2005

*afiche: los afiches eran la publicidad que daban en los cines en los años 40, 50 y 60 para anunciar las películas. Hay mucha gente que los colecciona.

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Escribí este pequeño relato que debía ocupar un folio a doble espacio a tamaño 12 en Times New Roman, para un concurso de un pequeño festival de cortos de algún pueblo que ni recuerdo. Lo creía perdido. Esas cosas que pasan cuando formateas discos, haces copias de seguridad, etc. Lo escribí en el portátil y ha aparecido en el fijo en la carpeta de los poemas. Preparo una pequeña colección de mis poemas porque el próximo 23 de mayo hay una lectura poética en mi pueblo. Como tenía publicados algunos poemas en la Revista de Feria (única publicación periódica de Castro a lo largo de los años) pues me pidieron que participase y ahí voy yo. Hace 2 años que no escribo un solo poema, aparte de alguno de risa en el fotolog, pero bueno, entre una producción que da para una media docena de libros (muy malos, eso si), podré sacar quince poemas que merezcan la pena.
Y me he alegrado de ver que esto existía aún, pues me he acordado muchas veces de él y no sabía donde estaba. Pues un tesoro aparecido, aunque no sea gran cosa. Los que me conozcan saben de mi fascinación por los piratas desde pequeño, así que ya sabrán porque elegí el tema este para escribir sobre cine.

2 comentarios:

Sally Hayes dijo...

viva los piratas mientras no vengan en submarinos.Odio los submarinos, es el pero medio de trasnporte inventado hasta hoy en día.
Dale una oportunidad a los saltinbamquis!

Mameluco dijo...

Jamás de los jamases.
Los saltimbanquis son lo peor, junto perrosflautas, mimos, abogados y tunos...

Soy de lo peor, pero aún guardo algo de dignidad...

:)

 
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