- ¡Ea! Muchachos, a trabajar. Quedamos a las nueve Post Meridian en la casa de Ricardito, cuando ya tengamos la pólvora y las mechas.
- Pero eso es mañana por la mañana, ¿o cuando?
- Esta noche, Pacheco, esta noche.
Todos hicieron lo acordado. Ricardo y el viejo fueron al Banco Ecuménico del Monte Pío a ver la situación. Querían hacer como que abrían una cuenta corriente y enterarse de los horarios y donde estaba la caja fuerte y eso. No sabemos por que extraño procedimiento iban a averiguar unos clientes esos datos, pero la verdad es que lo de pensar no era lo suyo. Había que ver a los dos, vestidos como vagabundos, con sendas gafas de sol, hablando, para disimular, de los yates y las mansiones que tenían, de los ricos que conocían. En realidad estaban muy nerviosos, temblaban como flanes y sudaban como cerdos. Y de repente, una voz.
- Eh, tú, el del cabesón con forma de melón y andares de pato mareao.
Lógicamente Ricardo, muerto de miedo y reconociéndose en la descripción que había oído, giró la cabeza pensando que los habían descubierto, que con sus poses de millonarios no lograron engañar a nadie.
- ¿Onde vas, bribón? ¿Qué tas metío a marqués?
Ricardo no respondía paralizado por el terror.
- Ricardito, ¿es qué no me conoses?
- ¡Coño! ¡Manolito!
- ¡Venaquí y dale un abraso a tu primo!
Los dos parientes se saludaron afectuosamente. Manolito era un primo del pueblo de su madre, que llegó antes a la capital y fue él el que le consiguió el puesto de guardia jurado. - ¡A tomar un cafelito! ¡shuuuu!, ¡Jose! ocúpate tú desto, que voy a tomar un cafelito con mi primo y este amigo.
Un guardia jurado joven y atolondrado, desgarbado y con dientes de ratón asintió con voz de pito, sintiéndose importante, solo ante el peligro.
Llegaron al bar de la esquina, pidieron café con leche y …
- ¡Unos churritos, joer! -gritó Manolito- y que, muchacho, ¿cómo va la vida?
Ricardo explicó a su orondo primo toda la historia mientras se comía una y media de churros, dos bollos suizos con un café con leche y un sol y sombra. Jacinto apostillaba con ganas la narración de su amigo fumando un Lola. En cuanto Manolito se enteró de todo se apuntó rápidamente, más por el dinero que por lo de Jesús, que tampoco entendió muy bien.
- Yo lo tengo tó en la perola, Ricardo -dijo Manolito muy serio, solemne, como concentrado-. Desde lo del Dioni, el del furgón, le he dao vueltas al asunto. Se lo he comentao a un compañero que creo que nos puede ayudar.
- Pues esta noche en mi casa hay una reunión. Allí nos veremos.
- ¡Ea! Yo vuelvo al curro, que no hay que levantar sospechas.
Le gustaba eso de las conspiraciones y tal al buen Manolito. Ya se imaginaba en Brasil con las mulatas y con una piña colada en la mano, bailando la lambada.
A Pacheco le pasó más o menos igual con lo del taller pirotécnico. Su hijo, que estaba harto de su jefe, llenaría su R4 con el explosivo y las mechas.
Lo que si corrió como la pólvora fue la aparición de Jesús en el barrio. Decenas de jubilados, de beatas, se concentraron en la Calle José María Pemán cantando el “Señor Perdona” y otros himnos de igual ralea.
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