Ricardito y Jacinto esperaban en el cuchitril del primero que sus hombres llegaran, viendo el “Allá Tú” y pimplando unas Mahous y comiendo choricillos picantones. Ignoraban que por toda la ciudad había un ajetreo especial. Algo se tramaba y se palpaba en el ambiente. Por todas partes reuniones de vecinos, conspiraciones similares, apariciones en boca de todos.
A las nueve menos cuarto ya estaban todos en el saloncito. Pacheco y su hijo Tolín, Manolito y su amigo Posturitas, todos los del bingo, incluso los chinos que nunca hablaban con nadie. Al final resultaron muy simpáticos, e incluso ofrecieron pistolas de las Tríadas a las que pertenecían.
- No, nos ha joío el chino, semos profesionales, de guante blanco, ¿me entiendes? -replicaba Manolito- Tenemos clase, semos señores, no delincuentes juveniles. Ni macarras ni ná de ná. ¿Capichi? -soltó, recordando las películas de mafiosos que tanto le gustaban-.
- Bueno, vamos a trazar un plan. A las cero cero horas de hoy, osease a las doce, entramos en el banco, y una hora más tarde vamos a la catedral. Manolito y su colega Posturitas, que ha sido legionario, entiende de bombas. El Vito dice que sabe abrir la caja fuerte, porque trabajaba en el Banesto hasta que lo prejubilaron. Los chinos y Pacheco y el Tolín irán en su furgoneta a la catedral a las una menos veinte aproximadamente para llenar el templo de pólvora y esperaran allí hasta que lleguemos nosotros para ver el espectáculo. ¿De acuerdo?
Todos asintieron como un solo hombre. En este momento Ricardo animado por el anís del Mono, y por que se sentía elegido de cierta manera por el destino, se dispuso a hablar.
- Muchachos, ya sabéis los que me conocéis y los que no, ya se lo digo yo, que soy hombre de pocas palabras. Tampoco soy lo que se dice comúnmente un hombre de acción. Pero hoy participáis junto conmigo en una misión que el mismo hijo de Dios me encargó, como ya sabéis, esta mañana cuando desayunaba. Os doy las gracias por la ayuda y sobretodo por creerme y no poner en duda mis palabras. Mañana en el bar de Paco, cuando todo haya acabado celebraremos la victoria sobre los curas y los del Opus Dei ese, y comeremos una paella de mariscos, que ya he encargado por teléfono, y croquetas, y gambas con gabardina y de postre pijama de melocotón. Tened confianza en Él y todo saldrá bien.
Los personajes que se hallaban en ese momento en la casa de Ricardito vitorearon al novato orador. Parias de una sociedad que aparcaba a los viejos, a los parados, a los borrachos, a la gente de los bares, a los pensionistas, se sentían importante quizás por primera vez en sus grises vidas, tristes, en soledad, sumidas en la incomprensión. Eran muy lentos para un mundo que se mueve vertiginoso, que esconde lo inservible bajo las luces de los suburbios, que no tiene en cuenta a los fracasados, a los que fueron y ya no son. Si se cumplían los planes de Ricardo y Jacinto, una especie de justicia poética, de venganza, como pensaba Jacinto, haría que la esperanza apareciese como un rayo de luz entre la oscuridad de lo mediocre.
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