
El dulce tocar del clavicordio desentonaba con el tono lúgubre, con el espíritu austero y protestante de la cámara. La llama de una vela, mecida por el frío, que se colaba a empellones por las rendijas de la ventana, bailaba al son de la alegre melodía. Era la única luz aparte del hogar, que yacía moribundo en su cama de ceniza. Apenas se acordaban las paredes de cuando magníficos cuadros de colorido cegador las adornaban en días felices. También ha perdido la memoria el diván arrinconado de los galanteos e intrigas que se fabularon en él. La mesa torneada estilo imperio hoy ya ni está entre los rudos muebles del honrado artesano. La carcoma habrá horadado las torneadas patas y la panza de madera, rompiendo el silencio del desván junto a las ratas y murciélagos que viven allí a sus anchas. Quedamos, pues, en que la única reminiscencia del pretérito, el vestigio de horas ya consumidas en el reloj del hall era la música, aunque poco quedaba del antiguo animador de fiestas y perfecto anfitrión. Un hombre huesudo, hierático, mecánico pulsaba las teclas del clave con maneras de autómata. Su rostro, cubierto por una máscara ajada y cien veces remendada, daría miedo si alguien lo hubiese visto en los últimos años, cosa que era imposible que ocurriera, pues en esa estancia estaba obligado a permanecer, prisionero del destino, pagador de deudas, el crápula jubilado por cosas que se firman en momentos de euforia de la absenta negra y del dormitar opiáceo.
Los dedos, racimos sin uvas, sarmientos secos, semicubiertos con unos mitones de incierto color, le dolían. La espalda, que trazaba verticalmente la forma sinuosa de un meandro suave, le dolía. Los ojos, que en un tiempo fueron brillantes y vivos, herrumbrosos y translúcidos, como cubiertos por la fina capa vegetal de una cebolla, le dolían. Las rodillas, chirriantes como goznes sin grasa, le dolían. La mente, aún fértil en imaginación e ingenio, ya no es que le doliera, es que quería salir de su cabeza para mudarse al cálido sur, o a los aires frescos de la montaña, conformándose si fuese necesario con un pub de ginebra barata y rufianes. Pero eso no podía ser. Estaba atrapado en una cárcel sin rejas, sin perros ni alambradas, sin garitas de vigilancia con certeros francotiradores, condenado al dolor y a la lucidez.
La lucidez, si, la lucidez, quizá la peor de las penas, si ves que eres consciente de que todo lo que te rodeaba ha sido derruido por el tiempo y por tu mano, cincelados los cimientos y cortadas las cadenas que te unían al mundano acontecer de los días de vino y rosas. Pero el infraser, que dejó de ser humano hace mucho tiempo, continúa con el clavecín, tocando canciones alegres de un pasado remoto. Él siente que lo lleva haciendo una eternidad, pero hace apenas cuarenta y ocho horas que pena en vida, cumpliendo su sino, amortizando en sufrimiento el beso de una mujer que no había visto nunca, y que ahora jamás dejará de ver en su imaginación, fértil, florida, quizá lo único vivo de verdad que haya en su cuerpo. Reconstruye en su cabeza cadavérica el perfil de los labios de la desconocida, sus ojos de hechizo, que ahora aparecen como gigantes lunas azules de un planeta congelado y su nariz esculpida sin duda por un artista helenístico. Las notas continúan durante horas y horas. Todo es dolor y sufrimiento consciente. Ya casi no recuerda nada y solo se levanta de vez en cuando a mirar por la ventana que ofrece la visión oscura. ¿Acaso siempre es de noche? Esa observación dura poco, pues alguna fuerza que no es de este mundo lo arrastra otra vez al teclado, gastado por el uso, con quemaduras de cigarros en alguno de los dientes de la siniestra dentadura del clave. Toca, toca y toca. Pavanas, mazurcas, polkas y alguna pieza de zarzuela bien alegres. Cuanto más se sume en su infierno más dicharachera y ligera es la melodía, más chirriante le parece, más outre se le antoja. Lo peor de todo es que estará así para siempre porque se lo dejaron bastante claro cuando despertó del sueño farmacológico de las sustancias que ingirió en una de las habitaciones, de chinesca decoración, de una villa a las afueras de la ciudad.
Besaste –le dijo un viejo con smoking- a un ser sin alma, para lo cual firmaste conmigo este acuerdo.
Y le enseño un papel que parecía más viejo que el propio mundo. Reconoció su propia letra en un documento manuscrito.
Entonces fue consciente, consciente del engaño, consciente de que la vida como la conocía había terminado para él. No más estrenos en el Teatro Real, no más tabernas ni lupanares. Estaría confinado en una habitación de su casa, según leyó, durante toda la vida, durante las múltiples vidas, eternamente.
El anciano le continuó explicando: mucha gente cree que el infierno es un lugar físico. Bueno, en realidad lo es, pero cada ente, cada persona tiene el suyo propio. El goloso rondará los escaparates de la pastelería, sin poder entrar en ella, llueva, haga calor, nieve. El sibarita comerá el rancho de los vagabundos, sin acostumbrarse a él jamás. Y tú, desgraciado caprichoso, que por un beso me diste tu alma penarás, aburrido, sólo, con la única luz de una vela, siendo viejo, ya que te regocijas de tu juventud de forma voluptuosa y desagradable, tocando tu viejo clavecín, el que tanto odiabas cuando la institutriz te daba interminables horas de clase en las tardes de verano… Estarás aquí para siempre, verás como pasan las estaciones por la ventana, los siglos, los milenios, las eras y los eones. Todo será tan mortalmente aburrido que te matarías si pudieras, pero eso es imposible, según el documento firmado por ti.
¿Eres el demonio? –preguntó nuestro progresivamente envejecido protagonista- Todo era tan confuso con la absenta y el opio que no vi tu firma.
El viejo negó con la cabeza y se desvaneció.
El hombre apareció en una de las habitaciones de su casa, que dejara ayer mismo, toda carcomida por los gusanillos de la madera, con austeras sillas de campesino, con el fuego de la chimenea agonizante y el clavicordio con las tapas abiertas. Le iba pesando el cuerpo, y las articulaciones sonaban como si fuesen tablillas de San Martín. Su vista se nublo bajo el glaucoma y las cataratas. Sus pelos se caían a mechones. Se sentía encoger.
Se sentó en la vieja giratoria, y en vez de las partituras, que en realidad no necesitaba vio el ajado documento redactado de su puño y letra. Rápidamente se fue a la firma de la otra parte contratante. Miró con los ojos entreabiertos, atifando por su recién contraída vista defectuosa.
Simplemente ponía en letra gótica: