sábado, 11 de septiembre de 2010

Las dos casas. Capítulo I. La casa de los tres solitarios.

Capítulo I. La casa de los tres solitarios

Los habitantes de la vivienda eran tres. Casa solariega transformada con el devenir de la historia en multitudinaria colmena, en casa de vecinos apilados como sardinas, hoy, viviendo sus horas más bajas, la casa estaba casi vacía, ocupada solo un ala que daba a poniente, como las dársenas que con tanto anhelo buscara Randolph Carter en su país de sueños.

La vieja Amparo tenía dos habitaciones, una salita y una alcoba que apenas habían cambiado en el último siglo, quizá sus paredes, solo holladas por los cables de una pequeña bombilla que era el centro del sistema estelar de la anciana. Los planetas eran sus numerosos pájaros, distribuidos en viejas jaulas de churriguerrescas formas y cubiertos por el robín de forma desigual. Y sus satélites, ¡ay, sus satélites!, un pequinés, quizás más viejo que la propia señora y sobrealimentado hasta un punto que se podría llamar tortura, y un gato igualmente cebado, de un color parecido al agua sucia estancada de un charco, pero con menos garantías de salubridad.

En una gran estancia en el piso de arriba habitaba y trabajaba un ebanista de origen dudoso, no por su rectitud moral, que era como el historial de uno de los últimos de Filipinas, fuera de toda duda, intachable, libre de toda mella, sino por su mezcolanza racial, que hacía que su pasado y el de sus antepasados fuese un intrincado acertijo, un jeroglífico filogenético de improbable resolución. Pero Cipriano lo tenía bien claro. Era un niño de la inclusa, un desarrapado que una infancia de gris cemento dio paso a una liberación mental a través del trabajo y la música. Las virutas se apilaban en el suelo, y limando de los trozos de árboles muertos, el carpintero laudista, tallaba primorosas piezas de filigrana maderil y rústico acabado. Salía a fumar al balcón y jamás barnizaba sus piezas, pues un día cuando daba la pátina a un aparador y encendió su cigarrillo de caldo gallina ambos elementos se retroalimentaron en un fogonazo que hizo que Cipriano quedara marcado para siempre. Quemaduras físicas que no lograron achicharrar su felicidad interior ni borrar su blanca sonrisa infantil.

Y en el desván, todo carcoma y tela de araña, un hirsuto personaje se movía en la sombra. En la habitación olía al aroma revenido de la apilación humana ya pasada y de grandes depósitos de cenizas de tabaco, que formaban formidables pináculos redondos, semejantes a cráteres lunares. En aquella estancia el sol radiante de septiembre apenas entraba con la fuerza de un velón de sebo de ballena chisporroteando en la bodega de un barco negrero. Los cristales eran translúcidos por el polvo, sumado a la variable tiempo, fórmula implacable que cae a plomo sobre nuestras miserables vidas como un día cayó la manzana en la cabeza del genio. Rascándose las barbas con un lápiz del 2 roído, y con varios tomos de la enciclopedia Espasa a modo de pupitre, se urdían terribles planes en la mente de escribano, se ideaban dantescas vueltas de tuerca a la existencia humana. En definitiva, la extremosa subversión estirada hasta ominosos límites era puesta en el apergaminado pliego de papel de barba.

La extraña comunidad de vecinos vivía en la extraordinaria connivencia de los que jamás hablan entre sí, dejando pues a un lado la tentación de discutir, pues la riña es un imán siempre listo entre gente que se dirige la palabra. Como el Club Diógenes donde Mychoft Holmes disfrutaba de su asueto en la silente luz del atardecer londinense, en el número 27 de la calle Pozuelo de la Cantamora, el mutismo solo era roto por la tiorba del ebanista, cosa que alegraba a la anciana entre aves, y engatusaba al joven agitador del desván -que hablaba solo de vez en cuando para aportar un dato suelto- y de nombre incierto, ignoto para todos. Cierto es que nadie se lo había preguntado, pero se duda aún si hubiese respondido a la cuestión con agrado. Lo cierto es que un niño se lo preguntó una vez y le respondió, pero cuando el crío lo contó nadie le creyó. Las personas preferimos la mayoría de las veces una leyenda morbosa que la simplona realidad, cotidiana como el circadiano ocaso o el paso del viento solano en los días de invierno.

Fin del Capítulo I

Continuará.

3 comentarios:

Diego Luis Urbano Mármol dijo...

Se perdieron esos carpinteros de las casas de vecinos y se perdieron las maravillosas y artísticas jaulas.
Recuerdo sin dudar una que había en el Bar Cuatro Vientos; el gorrión saltando hacía girar una noria, el artefacto estaba sujeto por un muñequito de "color" y daba la impresión al tener sus brazos articulados que era él quien lo hacía girar.
Bonita historia

Francesca dijo...

Que el capítulo II no tarde mucho, por favor (soy de natural impaciente) ;-) ¡Buena historia!

Mameluco dijo...

Tantas cosas se han perdido que da un poco de rabia. ¿Te puedes creer, Diego Luis que nunca entré en el Bar Cuatro Vientos? Son cosas que dejas para después y van y desaparecen. Menos mal que si entré al Charco la Rana.

Francesca mañana o pasado saldrá. La verdad es que lo tengo escrito e iré por el cuarto o el quinto, pero hay que ir dosificando para que no me pille el toro.

 
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