Las dos casas. Capítulo IV. La visita del notario.
Capítulo IV. La visita del notario.
Don Francisco de Sales Díaz de
Fin del Capítulo IV.
Continuará
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jueves, septiembre 30, 2010
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Capítulo III. Armonía.
En el patio, Amparo se abanicaba al lado de los jazmines. El de las barbas sacaba agua del pozo y bebía directamente del cubo, cosa que hacía que el agua tuviera un sabor metálico, cosa que por lo visto le gustaba. El mulato Cipriano hacía una bufanda, aún en verano, para que Amparo no pasase un invierno como el del año pasado, tosiendo todo el rato la mujer. La anciana se levantó y puso la radio. Daban
Los tres extraños inquilinos hacían de la armonía una palabra tan posible y reveladora que debía extrapolarse dicha paz a todos los hogares de
Fin del Capítulo III.
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miércoles, septiembre 29, 2010
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Hoy fui a comprar una revolución bolchevique al Ikea. Me dijeron que no era de esta temporada. Aproveché para comprar galletas de chocolate, que están muy buenas las del Ikea. Después fui a El Corte Inglés, y en la sección de perfumes pedí una colonia que oliese a billetes de 500 euros. Tampoco había. Esas cosas no le gustan a la gente, espetó la dependienta mirándome con cara de entre asco y terror. ¡¿Cómo?! dije… ¿a la gente no le gusta el dinero? El mundo se me vino encima. En mi furor consumista fui a un Kebab y pedí que me vendiesen un AK-47. Me echaron gritando que tenía prejuicios contra los musulmanes. No somos violentos. No somos violentos. Yo intentaba explicar que tenía prejuicios contra todos los adultos que tienen un amigo imaginario, pero no me dejaron. Como en la comida moruna no conseguí nada, me dirigí a un Burguer King. Un Whopper con doble de pepinillo y una cabeza nuclear. Los dependientes, llenos de grasa y acné, me dieron un Whopper, refrescos y patatas, pero una vez consultado con los jefes me explicaron que allí solo servían comida basura, quiero decir rápida, y no se dedicaban al armamento. Me comí la hamburguesa en un parque. Un mendigo me pidió patatas. Le di la burger, pero las patatas ni pensarlo. Ya estaba cansado de ir de aquí para acá sin conseguir nada de mi lista. Era para un regalo, pero nada oye. Ni siquiera cuando fui a una tienda Channel me quisieron alquilar una modelo anoréxica para hacer ambiente a la fiesta a la que estaba invitado.
Únicamente me quedaba una opción. Me dirigí al Banco de Santander más próximo, me fije en un cajero pequeño, calvito, con gafas. Pregunte a una amable señorita con pinta de estar contratada por su cuerpo voluptuoso y su largo y sedoso cabello caoba, más que por su carrera de Económicas, su Máster en N.Y.C. de finanzas en países emergentes o el dominio de 4 lenguas, si podía hablar con el director de un negocio. El señor director resultó ser un amigo de papá, Celestino Delgado y le pregunté si con un buen aval del viejo me vendería el alma del cajero canijo. ¿De López? Lo siento, no va a poder ser. Me sentía de nuevo contrariado. Es que el alma de López ya no es del banco, ¿sabes, hijo? Se lo vendimos en un paquete de hipotecas subprime al Banco Nacional de Zanzíbar. Es que me había encaprichado con ella. ¿No te sirve la de Minglanilla? El obeso director apunto con su gordo y anillado dedo a un tipo alto, desgarbado, con un peinado ridículo y cejijunto. ¡Ese es incluso mejor, Don Celestino! Firme aquí, y el alma de Minglanilla será suya para siempre. Saqué mi Montblanc y firme. ¿Por favor, sería tan amable de hacer un título y envolvérmelo para regalo? Faltaría más. la señorita Begoña se ocupara de todo. Le pedí su número de teléfono. Me dijo que tenía novio, pero me dio su correo electrónico de todas formas.
Cuando llegué a la fiesta sorpresa de Tono mi regalo fue el más celebrado. El alma de un señor… jejeje. ¡El alma de la fiesta! decían todos riendo como imbéciles. Si es que, definitivamente, el capitalismo funciona.
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sábado, septiembre 18, 2010
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Hubo una vez un indiano que volvió del Brasil con un traje blanco y un sombrero Panamá. Hubo una vez que Nicasio Rodales Martínez volvió a su pueblo para morir. Y hubo otra vez, que era la misma que las anteriores, que un hombre que llegó de lejanas tierras para encontrar su tumba y los olores que no eran concebibles en las exuberantes selvas del Amazonas donde había hecho su fortuna como buscador de oro, sino en la campiña cordobesa, donde compró la casa donde había vivido con su madre y sus seis hermanos en un cuchitril inundado por la humedad y la necesidad.
Las autoridades del pueblo al enterarse de la llegada de tan significado personaje se apresuraron a pasarse por la casa. Fueron recibidos por un joven moreno con una boca sonriente y blanca, como su camisa. El cura, el alcalde, el médico y el farmacéutico pasaron por un patio porticado, sin encalar e inundado por jaramagos y otras hierbas silvestres que buscaban la escasa tierra entre adoquines de arcilla para proliferar. La fuente del centro si volvía a echar agua tras los largos años de solo mojarse con las lluvias y tormentas. Sentados en sillas tambaleantes esperaban a don Nicasio, como era ya conocido. El hombrecillo, pequeño, de pequeños bigotes que ya blanqueaban, se sentaba en un gran sillón de olivo y ofrecía zumos extravagantes y de sabores sorprendentes a los distinguidos visitantes. A todos les dijo respectivamente que no deseaba ayudar a la reconstrucción de no se sabe qué iglesia, no quería contribuir a erigir estatua alguna a ningún héroe de ninguna guerra, no quería ir a jugar a las cartas al Club y aún menos quería ser prócer del equipo local de fútbol.
Les acojo en mi casa –dijo- pues ser cortés no es contrario a mis inclinaciones naturales, pero sepan ustedes que recibiré a todo el que quiera venir a verme, y aún más al que no venga a pedirme nada. Y a esos se lo daré todo.
Los ilustres de la comunidad se miraron, más que contrariados, sorprendidos por las palabras inversamente proporcionales a la claridad del chocolate.
Supongo –prosiguió Nicasio- que serán amigos del señor Notario. Como favor les pediría que me lo enviaran un día de estos. Y a usted, señor cura párroco le pido otro favor. Supongo que como pastor del rebaño sabrá las ovejas que tengan la lana más vieja y roída. De entre todas ellas, mándeme a la más pobre para que sea mi ama de llaves.
Fin del Capítulo II.
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jueves, septiembre 16, 2010
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miércoles, septiembre 15, 2010
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Vegeto por la red en una habitación donde he pasado muchos años, pero que ahora se me hace extraña. ¿Dónde está el ventilador del techo? ¿Dónde mi lámpara de lava? ¿Dónde están mis amigas, las arañas?
He vuelto después de dos meses viviendo en el campo a la civilización, a la calle concurrida, al tráfico mortal de carga y descarga. El final del verano. Ustedes dirán que no, que el verano acaba en el equinoccio, pero esta ruptura geográfica, de apenas un par de kilómetros es un mundo. El final del verano. Como el Duo Dinámico repetían en el último episodio de Verano Azul, cuando Chanquete estaba muerto y enterrado, y cada mochuelo volvía a su olivo. Verano Azul, verano intenso, habría que decir, porque a los chavales les pasó de todo en un mes en Nerja. El final de MI verano.
El reposo de la siesta leyendo libros a porrillo, para después de dormir, darme un chapuzón en la piscina y ver ponerse el sol. Mi sobrina Eva siempre que me veía liado en mi toalla (similar en dimensiones al toldo de una plaza de toros), pensando y mirando los colores del crepúsculo por encima de los setos, me preguntaba ¿Por qué estás solo? ¿Estás triste? Mi cara era la de un hombre serio, pero no estoy triste en ese momento donde el día se escapa por el oeste. Todo lo contrario, veo los colores variables según las nubes. Yo le respondo que suelo estar triste, pero que ahora no, que solo pienso. Bueno, ya sabemos que quien piensa pierde, pero las disyuntivas mentales van por coordenadas totalmente impersonales, que versan sobre el movimiento de los astros, los árboles o el comportamiento de los gatos que pasean por el césped, pues se trata de su reino.
Ha sido un verano anómalo, que empezó mal, pero que ha proseguido tranquilo, con mis altibajos habituales, y sobre todo largo y caluroso. He leído mucho, casi no he visto pelis. He dormido lo más grande y he soñado sueños y pesadillas preciosas. Todos los días tenía examen o tenía que volver al instituto, a mi edad… imagínense.
Y ya de nuevo en el pueblo, que empieza
Vacaciones… como si hubiese hecho algo de provecho en estos dos meses (bueno, si he hecho, pero me lo guardo para mí, jejeje).
Buenas noches, impresora láser, buenas noches internet por cable, buenas noches, cama más pequeña, buenas noches rutina.
Mañana, o sea hoy, será otro día.
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martes, septiembre 14, 2010
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Los habitantes de la vivienda eran tres. Casa solariega transformada con el devenir de la historia en multitudinaria colmena, en casa de vecinos apilados como sardinas, hoy, viviendo sus horas más bajas, la casa estaba casi vacía, ocupada solo un ala que daba a poniente, como las dársenas que con tanto anhelo buscara Randolph Carter en su país de sueños.
La vieja Amparo tenía dos habitaciones, una salita y una alcoba que apenas habían cambiado en el último siglo, quizá sus paredes, solo holladas por los cables de una pequeña bombilla que era el centro del sistema estelar de la anciana. Los planetas eran sus numerosos pájaros, distribuidos en viejas jaulas de churriguerrescas formas y cubiertos por el robín de forma desigual. Y sus satélites, ¡ay, sus satélites!, un pequinés, quizás más viejo que la propia señora y sobrealimentado hasta un punto que se podría llamar tortura, y un gato igualmente cebado, de un color parecido al agua sucia estancada de un charco, pero con menos garantías de salubridad.
En una gran estancia en el piso de arriba habitaba y trabajaba un ebanista de origen dudoso, no por su rectitud moral, que era como el historial de uno de los últimos de Filipinas, fuera de toda duda, intachable, libre de toda mella, sino por su mezcolanza racial, que hacía que su pasado y el de sus antepasados fuese un intrincado acertijo, un jeroglífico filogenético de improbable resolución. Pero Cipriano lo tenía bien claro. Era un niño de la inclusa, un desarrapado que una infancia de gris cemento dio paso a una liberación mental a través del trabajo y la música. Las virutas se apilaban en el suelo, y limando de los trozos de árboles muertos, el carpintero laudista, tallaba primorosas piezas de filigrana maderil y rústico acabado. Salía a fumar al balcón y jamás barnizaba sus piezas, pues un día cuando daba la pátina a un aparador y encendió su cigarrillo de caldo gallina ambos elementos se retroalimentaron en un fogonazo que hizo que Cipriano quedara marcado para siempre. Quemaduras físicas que no lograron achicharrar su felicidad interior ni borrar su blanca sonrisa infantil.
Y en el desván, todo carcoma y tela de araña, un hirsuto personaje se movía en la sombra. En la habitación olía al aroma revenido de la apilación humana ya pasada y de grandes depósitos de cenizas de tabaco, que formaban formidables pináculos redondos, semejantes a cráteres lunares. En aquella estancia el sol radiante de septiembre apenas entraba con la fuerza de un velón de sebo de ballena chisporroteando en la bodega de un barco negrero. Los cristales eran translúcidos por el polvo, sumado a la variable tiempo, fórmula implacable que cae a plomo sobre nuestras miserables vidas como un día cayó la manzana en la cabeza del genio. Rascándose las barbas con un lápiz del 2 roído, y con varios tomos de la enciclopedia Espasa a modo de pupitre, se urdían terribles planes en la mente de escribano, se ideaban dantescas vueltas de tuerca a la existencia humana. En definitiva, la extremosa subversión estirada hasta ominosos límites era puesta en el apergaminado pliego de papel de barba.
La extraña comunidad de vecinos vivía en la extraordinaria connivencia de los que jamás hablan entre sí, dejando pues a un lado la tentación de discutir, pues la riña es un imán siempre listo entre gente que se dirige la palabra. Como el Club Diógenes donde Mychoft Holmes disfrutaba de su asueto en la silente luz del atardecer londinense, en el número 27 de la calle Pozuelo de
Fin del Capítulo I
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sábado, septiembre 11, 2010
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Las aguas corrían lentas, con parsimonia, entre las piedras del río. Un antiguo meandro abandonado, lo que los estudiosos llaman un oxbow, formaba un remanso en el que el agua se renovaba sin prisas, pero sin pausas. Los cañaverales de las riveras se movían, mecidos por el viento de la tarde, en sintonía con su ulular entre las hojas de los sauces y los alisos. Solo el silbido de un viejo desdentado y despreocupado rompía, si es que se puede emplear ese verbo, la armonía de la naturaleza al atardecer. Su nieto, sentado en un cubo de latón observaba a su abuelo mientras pescaba. El muchacho sabía perfectamente que el silencio era fundamental para llenar la sartén de pescado, pero en donde esté la natural curiosidad de la infancia se olvidan las necesidades de la barriga, y bombardeaba al viejo a preguntas. El anciano, de rostro blancuzco y mofletes y narices rojas como la sangre, respondía susurrando entre los pocos dientes que le quedaban y los labios que sostenían una pipa de maíz, apagada desde hacía dos inviernos, pues los médicos se meten en los asuntos de las personas o lo que es lo mismo, donde no les importa –eso es lo que pensaba el viejo y eso es de lo que doy fe como narrador-.
-Abuelo, ¿estuviste en la gran ciudad?
-Si, hijo, si. Estuve en la capital.
-¿Y como es? ¿Es grande, tiene muchos automóviles?
-Ya lo creo, hijo, ya lo creo. Hay tantos coches allí que hay unos guardias especiales para pararlos y ordenarlos. Hacen mucho ruido. Son muy bonitos los coches en la ciudad. Recuerdo uno que era tan grande como un tractor pequeño y relucía entre las luces de las calles. Era digno de ver, si.
-¿Luces en las calles? ¿Cómo las farolas del camino a la estación?
-¡No, hijo, que va! Son luces de muchos colores, colores artificiales, que no se parecen a ninguno que yo haya visto por estos parajes. El verde no es como el de los árboles o la hierba. Brilla como una joya. Son como una barritas rellenas de color brillante, más aún que el fósforo, más aún que una luciérnaga, si, hijo, así son las luces de la ciudad. Por la noche hay tantas que parece de día a las 2 de la madrugada. Hay bullicio. No es como aquí. Allí hay gente por todos los sitios, vestidos muy elegantes y corriendo, parecen chiquillos que corren para acá o para allá. Parece que nunca duermen.
-¿Y por qué fuiste allí, abuelo?
El viejecillo encorbado estaba en cuclillas y tardó un poco más de la cuenta en responder a la pregunta ansiosa del chaval porque veía la sombra de un pez que se aproximaba a su sedal. Espero paciente, llevándose el dedo a la boca para callar al chiquillo. Cuando izó la perca fue como se cogería un rábano de un bancal, lanzó un pequeño resoplido, y le dijo a su nieto que le diese el cubo donde estaba sentado. El muchacho lo hizo con regocijo, pues aunque le daban un poco que asco, los peces escurridizos en el cubo le hacían gracia. Cuando hubieron acabado la maniobra, el abuelo prosiguió:
-Fue cuando
-¿Y quieres volver? ¿A la cuidad o a Zanzíbar?
-No, hijo, no quiero volver a ninguno de esos dos malditos sitios del diablo, no señor, en la vida.
El viejo cogió el banjo y cantó suavemente, susurrante, entre los dientes, una canción de la chica de sus sueños. Esos sueños que nunca se harán realidad.
El sol se puso, las ranas se pusieron a croar como desesperadas y olió a pescado asado en todo el entorno del oxbow de Perro Negro (pues así lo había bautizado el viejo).
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lunes, septiembre 06, 2010
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Etiquetas: relatos
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sábado, septiembre 04, 2010
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Etiquetas: Maupassant, relatos, Sherlock Holmes, terror
Por perderme en la descripción, y no centrarme en la acción mis relatos son una mierda como un camión.
No he estudiado literatura ni me sé las figuras retóricas ni la madre que las parió. No sé narrativa comparada e ignoro, talque los misterios del universo, el análisis sintáctico de una frase. Lo que si sé es que, como lector que soy, los tres minirelatos –uno de los cuales ha crecido hasta llegar a cuento- que he empezado solo se fijan en detalles nimios y después no pasa nada. No avanza la acción. Bueno, en uno de ellos que es humorístico quizá no sea tan imprescindible que la acción avance demasiado: pero es que hay uno de miedo que el terror lo provoca la imprecisión de mis palabras y el no llegar a ningún sitio. Me podría tirar el pego de que abro nuevos caminos en la narrativa y que patatín patatán. Mentira podría. Soy más clásico que una columna jónica y mis innovaciones no van más allá de un localismo o un arcaísmo aplicado a un ambiente en condiciones normales. Lo de las condiciones normales es una cosa de gente de ciencias, pero para el caso es lo mismo. Llevo sin ser productivo demasiado tiempo. Yo, el que pretendía seguir con la novela sobre Oliver y
O sea, ¡que no, pardiez! ¡Que soy un fraude! Hay que ser cocinero antes que fraile, y antes que cocinero pinche. Yo estoy a nivel de cascahuevos (que mal suena esto). Leer a Chesterton, Vonnegut, Le Fanu, Conan Doyle o Conrad no ayuda a formarme un buen concepto propio de las mierdas que escribo. Mierda como camiones.
Y no entraré en el discurso democrático de que eso lo tienen que decidir ustedes, porque esto es una dictadura. La mía. Yo, como decía aquel, muevo los hilos.
Por lo menos aquí.
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miércoles, septiembre 01, 2010
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Etiquetas: escribir, literatura