miércoles, 5 de enero de 2011

El zangolotino


- Hola señor, me ha dicho mi jefe que le trajera esta carta, porque él está con gota y no se puede mover del sillón.

Un chaval canijo, esmirriao, en pantalones cortos, con orejas de soplillo, dientes de roedor y un ojo vago le explicaba esto al Subinspector de Hacienda González. El funcionario miraba para el techo para no mirar el ojo a la virulé del mozalbete, pero por más que lo intentaba no podía. Debajo de un mechón puntiagudo en forma de matojo y una frente con menos de dos dedos estaba el ojo. Dichoso ojo.

- Pero niño, ¿a ti quién te envía? –resopló Gonzalez acercando las manos al brasero-.
- Mi jefe, señor, tiene gota. Le han dicho que es de comer mucho dulce de membrillo.

Entre el ojo, lo tonto que era el chiquillo y las décimas de fiebre que tenía, a González, que ya era de natural huraño e irascible, se le estaba poniendo la cabeza como una olla express. La corbata le oprimía el cuello y le desbordaba la papada, que le picaba y le sudaba. Tenía el bigote húmedo por esos mocos líquidos que se tienen en algunos estadíos del resfriado. Además ese día se había enterado que su hija, la mayor, se veía a escondidas con el botones de un notario, sujeto que al parecer era de ralea innoble y picaflor de fama reconocida en toda la ciudad.

-¿Y quién es tu jefe, niño? Sonó tal cual el gruñido de un cerdo en el matadero.
- Mi jefe es Don Ramón, señor. ¿Conoce a Don Alfredo, el de la farmacia de la placita esa que tiene una fuente con una figura y unos chorritos? ¿Si? Pues su cuñado.

González era de Quintanilla de Onésimo, apenas tenía vida social y no conocía a la gente de la ciudad. Esos asuntos los dejaba para su mujer y su pasante. Ese pasante desgraciado –pensaba para sí- que me ha pegado este resfriado; y encima se ha quedado en su casa ¡a la sopa boba! Y no me ha evitado tener que tratar con semejante rufián. Y yo aquí, aguantando al elemento éste, que es de pronóstico reservado, futuro pretendiente de mi hija, la pequeña… ¿pero por qué serán tan estúpidos? Míralo ahí, con los jarapillos por fuera y esa cara de cretino echado en aguardiente. Y esos pantalones…¡si ya tiene pelos como cerdas en las piernas! Que cosa más desagradable.

- Nombre del sujeto y dirección, por favor. Documento Nacional de Identidad también, si eres tan amable, niño. Risa nerviosa.
- Yo me llamo Cipriano Cebrián Cedilla y vivo en la Calle del Agua, nº 4. Carezco de eso que dice, aunque tengo el graduado escolar.

Por la rendija de la ventana del despacho entraba un hilo de frío muy fino que le daba directamente en la nariz multiplicando el efecto aturdidor del cenutrio. Gónzalez creía que había conocido a imbéciles de todo tipo, pero el zangolotino que tenía delante de sus ojos se llevaba la palma. La mirada expectante (y a la virulé) del muchacho le ponía aún más nervioso. ¿Qué espera que haga yo?

- Dame la carta de una vez, chaval, que nos van a dar las uvas.
- A eso he venido, señor. Para darle esta carta. Es de mi jefe, tiene gota, ¿sabe usted? Y me ha pedido que se la trajera porque él está en el sillón. La carne membrillo dice el médico que ha sido…
- Dame la carta y déjame leerla con tranquilidad. Y por favor, espera fuera, anda. Por si hay respuesta.
- A mí no me ha dicho nada de una respuesta, señor. Me está usted entreteniendo mucho y después tengo que ir a la tienda de encurtidos a comprar unas aceitunas para la señora.

Si le hubiesen conectado a González  un cacharro de esos que miden la tensión arterial el mercurio hubiese manado como la lava de un volcán estromboliano. Las débiles venas azules que recorrían su cuerpo seboso y fofo bombeaban el vital líquido de forma que todo él latía como un corazón hecho de nata de confitería.

-¡Qué dicho que te esperes, niño! Casi estalla, pero no quería dar demasiado espectáculo por un renacuajo así. Él que se había batido con Valle Inclán y con un marqués en sus días de universidad.
- Vaya genio se gasta el señorito… bueno, espero, pero dese prisa que ya le he dicho que tengo que ir a los encurtidos, al panadero y después a ver a una moza que da clase en las Carmelitas, que la estoy pretendiendo.

El zancudo de piernas peludas salió del despacho y González le oyó silbar y dar palmadas a la mesita de los periódicos. ¡Las Carmelitas! ¡Donde iba su hija, la pequeña! Si es que González – pensaba-, piensa mal y acertarás. A ver lo que quiere este señor y me deshago ya del felón de marras. Abrió la carta con cierto asco, como si en vez de letras fueran a salir sanguijuelas y al fin descubrió quien era el tal Don Ramón. En una cuartilla con membrete elegantemente compuesto ponía Don Ramón Jiménez de Girón, abogado. ¡Recórcholis, si es Girón! Girón era su pareja de mus cuando se juntaban en la casa del alcalde. Le caía bien el tal Girón, porque era callado, atento a las jugadas y no reía como un payaso cuando el Deán de la catedral contaba un chiste verde. Además tenían unos negocios juntos en ultramar. En una escueta nota le decía:

Querido González:
No sé si le habrá dicho el muchacho que acompaña a esta nota mi situación. La cuestión es que voy a cerrar el bufete y el pobre se queda sin trabajo. Si fuera posible que le encuentre un puesto en Hacienda le estaría eternamente agradecido. Su madre fue la tata de mis hijas y lo tengo en alta consideración y estima.
Confío en usted,
Jiménez de Girón.

A González le dio por reír. Sus carcajadas se oían en la subsecretaría y en el piso superior del Catastro. Nervioso, temblando y acalorado, pero riendo aún, se puso el abrigo, cogió algunos papeles y el sombrero, que se caló hasta las cejas. Empuñó en paraguas como un florete y abrió con violencia premeditada la puerta de su despacho. Eran las 11 de la mañana, pero la anodina vida de un Subinspector de Hacienda no estaba hecha para estos desafíos matinales.

El mozo esperaba espectante, con cara de pez el desenlace de la lectura de la carta. Eso de la respuesta.

González salió disparada y el chaval le siguió.

- ¿Entonces que le digo al jefe, señor?

El funcionario paró en seco, volvió la cabeza y contento con la sonrisa más forzada que pudo salirle.


- Que me cago en los muertos del faraón. Muy buenas tardes.

Cuando salió a la calle había un aire frío que le templó como a una espada cuando la meten en el barril de agua. Esa templanza, que le había hecho famoso iba volviendo poco a poco a su ser, camino de casa, zigzagueando entre la gente que hoy se le antojaba quizás más perspicaz que otros días.

6 comentarios:

Ster dijo...

ay como me he reído de lo negro que se pone el funcionario de Hacienda con el zangolotino!!!!

hhahahaahah real como la vida misma!!

te copio lo de "pronóstico reservado" que me ha encantado como adjetivo para según qué gente..

la gata chundarata dijo...

buenísimo Mame, buenísimo.

Me encanta ese lenguaje y ese ambiente... qué bien escribe usted!

(a mis chavales del insti les llamo zangolotinos y no me entienden...)

Doderlin dijo...

Muy buenas tardes querido amigo...un placer saber de usted...disfruto con sus historias y caracteres...un feliz año y un cibernetico abrazo....

PD-Zangolotino.....Tomo Nota.....

Mameluco dijo...

Ster, lo de elemento de pronóstico reservado era una frase de mi abuelo, jejeje. Zangolotinos los sigue habiendo a parvas...

Gata el ambiente es rancio, el que a mí me gusta darle a mis cosas. En la tónica de la Guerra de Zanzíbar y esas cosas.
En Castro se dice "niño sangolotrino".

Querido Nacho, cuanto bueno por aquí. Abrazos de ceros y unos. Feliz año.

gregor de totana dijo...

Magnífico!!!. Me he reído mucho con el zangolotino..., aparte de rememorar al único Fernán Gómez.

Mameluco dijo...

Hola Jefe Gregor de Totana ¿como está vuestra majestad?
Me complace mucho que le guste el cuento, amantísimo amigo.

¿Se nota que te hago la pelota para que me des trabajo? ¡Jajajaja!

A ver si nos vemos pronto...

 
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