jueves, 16 de julio de 2009

Cerrado por vacaciones


Bueno, amigos, más claro, agua. Pero no tan claro. Sigo conduciendo, trabajando y haciendo las mismas cosas, pero en mi casa de campo no hay internet. Por eso prefiero cerrar y así descansan un poco de mí. De vez en cuando subiré algo, pero a distancia al no poder comentar y tal es una tontería tenerles pendientes (si es que hay alguien pendiente).
¡Ea!, buen verano.

jueves, 9 de julio de 2009

Jack London y El pueblo del abismo


Como es mi costumbre, deambulaba por una librería en Córdoba hace unos meses sin saber muy bien lo que comprar. Había ido a por Moby Dick, y algo más tenía que caer a la buchaca.

Rebuscar entre libros es un hobby, pero también una presión indecible, pues a veces los quieres todos y eso no puede ser.

Me encontré con unos relatos de Howard, con un libro de ensayos de G.K. y con el libro que hoy les comento.

Si les digo la verdad, cuando me lo compré no sabía de que iba. El volumen se llamaba El pueblo del abismo y era de Jack London. Siguiendo relatándoles verdades del americano solo me había leído La llamada de la selva, hace muchos años, y no pondría la mano en el fuego porque no fuese una versión abreviada. Pero por influencias que tuvo en otros autores que he leído y porque Carlos Giménez ha adaptado varias de sus historias, entre ellas el celebrado álbum de Koolau, el leproso me lo compré. Imaginábame que el libro pasaría en los ominosos espacios blancos del Noroeste americano, por donde dicen que camina el Wendigo, y que sería una historia de mineros o tramperos, en contacto con algún pueblo desconocido.


No, no es nada de eso. London escribió este libro cuando se sumergió, haciéndose pasar por marinero yanki (lo que había sido años atrás) en la indigencia, en el East End de Londres. Periodismo de investigación puro y duro. Bastante más extremo que Callejeros o 21 días en ... Las siete semanas que estuvo entre los pobres más pobres, los desheredados, los forjadores de un imperio que ya no servían para la causa, dio lugar a una crónica, donde, por supuesto, el autor pasa mil kilos de ser objetivo, pero que tal vez por su ingenuidad al narrarlo y al exponerlo no tenemos porque poner en duda su palabra. Y pongo ingenuo no porque yo lo diga, sino porque en el prólogo lo leí (cristiano ingenuo y socialista ingenuo, a la vez que darwinista ingenuo) y no puede ser más acertado el adjetivo calificativo.

Desde la cercanía de una caterva embrutecida saca a relucir problemas que desde luego, y cayendo en el topicazo más manido, no ha perdido vigencia. Problemas sociales tan en boga en estos días de principios de milenio en nuestras tierras son expuestos en la sociedad victoriana (la que tanto me gusta a mí desde un punto de vista literario) de una forma cruda y directa. Recelo de los inmigrantes, falta de justicia para los que menos tienen, violencia de género, abusos de las empresas y un largo etcétera de problemas real than life. La monarquía no sale tampoco bien parada, ni la beneficencia, que cambia camastros infectos y comida podrida por trabajos duros y pesados. Ni que decir tiene que la obra tuvo un rechazo frontal en el Reino Unido, y fue un éxito en los USA. Curiosamente los regímenes totalitarios soviético y nazi lo difundieron como ejemplo del paroxismo al que había llegado la deshumanizada sociedad capitalista. Añadir que el capítulo donde transcribe una conversación de unos obreros, en los que uno defiende a los emigrantes polacos judíos, fueron extraviados en su versión alemana.

Pero es lo de siempre, la utilización de un testimonio sincero, certero, repito, ingenuo, para unos fines particulares. London era socialista no por un proceso intelectual, sino por las experiencias por él vividas y por su fuerte convicción de que las cosas tenían que cambiar (un ingenuo más ingenuo que el de Voltaire), y un creyente más preocupado por los cuerpos que por las almas.

En definitiva, parece ser que desde 1902 la humanidad sigue erre que erre. Y no ha cambiado demasiado. Quizás por eso Jack London se quitó de en medio en 1916. Curioso es observar como habla del suicidio en su libro y las consecuencias que tuvieron sus ideas al respecto años después.

domingo, 5 de julio de 2009

En los Campos de Ulea



El calor del jueves por la tarde no era calor, era una venganza. Un cielo plomizo hacía más que de firmamento, de microondas terrible y aspirador de toda energía que pudiera tener uno, después de deambular por las calles en esa torridez durante una buena hora (y digo buena por larga).

Había quedado con Fuensanta en la plaza de la Catedral y sentía el hormigueo del que se va a encontrar con alguien que conoce por la red, entre una emoción y una extrañeza, de esas cosas únicas que se dan en la vida. Y digo únicas porque se recuerdan para siempre. Ya me ha pasado antes. Como suele ocurrir quedas en un sitio, pero por algún motivo que se te escapa, la modificación del entorno hace que la persona con la que quedas te vea desde lejos mirando pa un lao y pal otro con cara de tonto. Me encontró, y esa extrañeza de la que hablaba antes, desapareció en nanosegundos.

El día de antes me había dado la opción de quedar en Murcia o llevarme al campo. Ni que decir tiene que elegí la segunda opción.

Llegamos a los Campos de Ulea cuando el sol se ponía y el campo característico de la región esperaba mi llegada con su monte bajo y los conejos que salían más que a saludar, a curiosear, con esa mirada perdida de lagomorfos.

Desde lejos vi a Fernando, el compañero de Fuensanta, que esperaba sonriente. Bajé y le di la mano diciendo a este lo conozco yo.

Nos pusimos en una mesa, no al fresco, sino a esperarlo, a charlar de nuestras cosas. Ya saben cuales son nuestras cosas, si leen a Fuensanta y me leen a mí, lo sabrán. El fresco llegó. Y la noche. No sé quien llegó antes. Y todo aconteció como tenía que acontecer. Como los viejos amigos que somos de esta forma nueva, pasamos una maravillosa velada entre cervezas y Coca Cola, bajo un cabezo de roca, que estuvo a punto de perecer ante la lepra inmobiliaria que todo lo pudre por aquellas tierras, y que por suerte se salvó. Después como magníficos anfitriones me depositaron en el hotel, casi facturándome para Córdoba.


A veces el mundo merece la pena, ¿saben? Merece la pena porque hay personas como Fuensanta y como Fernando, que acogen en su casa a los Mamelucos de una forma sencilla, cariñosa, amable. Y encima te echan flores. ¡Y te dan de comer! Mejor no me pude sentir, de verdad de la buena. A veces el mundo merece la pena, repito, y tener un blog verde manzana que permite que se hagan amistades tan bonitas, tan sinceras. Y paro ya que no quiero ponerme más ñoño.


A ambos dos, gracias públicas.

 
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