viernes, 26 de septiembre de 2008


Desconocía por completo el grumete Habacuc Green cuando zarpó de Plymouth un día de primavera adelantada del mes de febrero de 1698 en el “King George Rage” que una semana después sería el capitán de la nave. Cuando iban a la altura del Cantábrico un ataque de tos ferina, o Pertussis, como lo llaman los ingleses, dejó como única tripulación al grumete y a un negro llamado Fernando. En esa extraña tesitura, con las bodegas llenas a rebosar de agua, víveres y ron, simplemente se dejaron llevar por las corrientes y los céfiros. Fernando le preguntaba constantemente a Habacuc que era un céfiro. Yo que sé, respondía el grumete-capitán, lo he leído en el libro de bitácora del capitán. Otra cuestión es que el nombre del barco no les gustaba. La ira del rey Jorge era una cosa muy fea. Habucac lo roció de ron y le puso “The Kent Surprise”. A Fernando le pareció bien. Otra cosa que hizo nuestro capitán Green fue darle la libertad al esclavo negro, pues no quería amigos de conveniencia, y total, para uno que tenía, lo quería sincero. El negro sonrió de oreja a oreja cuando se enteró de la noticia. No esperaba menos del capitán Habacuc Thelonius Green. En un mes llegaron a una isla de las Antillas. No era exactamente a donde debían llegar, pero daba igual. Vendieron los artículos que llevaban al mejor postor, y sacaron buenos dineros. Todo lo hacía Fernando, claro. Habacuc era un muchacho inocente, santurrón y desgarbado, que miraba con cara de despiste y apenas si le asomaba la pelusa en el mentón. Tenían dinero, ropas caras y juventud. Fernando era un africano menudo y fibroso, con un aro de oro en la oreja de reciente adquisición y un traje blanco que resaltaba su tez oscura y brillante como el ébano pulido. Pronto llamaron la atención del lumpen de la isla. Un barco sin tripulación era muy goloso para marineros desocupados. Hombres rudos, ahítos de grog pululaban en las tabernas alrededor del blanco y del negro, sacándole conversación e invitaciones. Pero Habacuc era hombre sencillo y poco amigo de las voces. Prefería a los hombres callados y apocopados que bebían sin hacer apenas ruido en un rincón. Iba con ellos, decía hola y permanecía en silencio, a la luz ocre de un cándil sin apenas cuerda, durante bastante tiempo, días enteros, con apenas algunas palabras, algunas historias descoloridas de por medio. Así conoció a bastantes hombres de muchas nacionalidades distintas, tipos que desentonaban en aquella vorágine feroz de ron, canciones felonas y vómitos volantes. Fernando se movía también por su cuenta en los barracones de los esclavos y de los fugados. Un día decidieron hacerse a la mar. Su vida estaba abocada a la piratería. No tenían ni oficio ni beneficio, y mejor que trabajar era el robar.

El bergantín estaba pertrechado y la tripulación lista. El capitán, como no, era Green. Tenía una curiosa manera de mandar, pues no sabía los nombres de los aparejos marineros. Oiga, señor Smithee, coja eso y súbalo allí, o rumbo hacía donde nos lleve el viento. En realidad la tripulación decidía el rumbo a seguir, pues sabían donde podía haber barcos que robar. Como hemos dicho antes, la tripulación era extraña. No eran viejos lobos de mar tatuados, con historias marineras y peleas en la cubierta de popa. Eran hombres tranquilos que tocaban la tiorba y leían libros. Algunos negros amigos de Fernando alegraban el ambiente del barco son sus canciones africanas, aunque bien, algunas veces, cuando el tiempo era gris, los tropicales sones eran más bien lamentos de morriña hacía la sabana y los leones. Y así pasaron los años. En vez de ir a Tortuga, los de Habacuc iban a una isla, cerca de las costas de Venezuela, pobladas por los indios caribes, los que dieron el nombre al mar. Apenas robaban nada. Solo algún abordaje aislado en la noche, en el sueño, a algún galeón español cargado de oro. Nunca se llevaban gran cosa, por lo que no merecía la pena ni perseguirlos. Y así fueron siempre lo libres que quisieron ser. Su falta de ambición y agresividad les dio una vida que jamás hubieran soñado otros piratas. Siempre fueron respetados por los demás, pues seguían el código tan escrupulosamente que hasta mediaba el bueno de Habacuc en disputas y trifulcas entre filibusteros. Además, algunos de los tripulantes de “La Sorpresa de Kent” fueron requeridos por algunas ciudades para buscar soluciones a problemas puntuales, como a construcción de fortificaciones, mejorar la salobridad o componer misas de difuntos para gobernadores muertos, cobrando eso si, grandes sumas por sus servicios. El capitán-grumete Habacuc Thelonius Green murió en Providence, Rhode Island en 1756. Murió en la cama junto a su esposa Mary Anne y su fiel amigo Fernando. Su vida fue narrada por su timonel, el señor Alan Jacob Junker “Culebrilla”, pero desafortunadamente solo nos ha llegado el extracto que ahora le hemos ofrecido. Es, ya lo han visto, un caso raro en la historia de la piratería, y por añadidura, en la historia de la libre empresa.

4 comentarios:

Sarashina dijo...

Joer, que me has convencido, que me hago pirata tranquila y me recluyo en algún barco de tierra, y allá se las compongan. Bonita historia y para mí, como te digo, toda una sugerencia de vida.

Anónimo dijo...

magnífica muestra literaria. Ya sé a quien me recuerdas, Robert Wyatt de joven. Bueno, un poco más móvil.

Mameluco dijo...

La vida tranquila es la vida mejor, debería haber titulado al post, jejeje...

Blogjob, ¿sabe como seré de viejo? O por lo menos así lo espero o así me gustaría...
busque a Gerald Durrell en el Google... me gusta más que Wyatt porque me gusta mucho como escritor...

Sarashina dijo...

Aaaah, la del pirata es la vida mejor, se vive sin trabajar... Cuando uno se muere con una sirena se hunde en el fondo del mar... ¿Era así la copla?

 
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