miércoles, 27 de enero de 2010

Silver Blaze, descanse en paz


Una persona capaz de hacer una oda a una impresora rota, también lo es de escribir un post sobre una pluma rota, porque entre otras cosas, la pluma era un regalo.

Corría el año 2007 cuando Mameluco Morales, tras arduas terribles aventuras y entuertos y algún que otro regocijo acabó la licenciatura, con la que luchaba como un Quijote, más que parecido a Sancho Panza, con cabezonería e ineficacia desde hacía ya algunos lustros. Como prueba de su afecto, los amigos del recién licenciado en un bar mítico llamado el Churrasco, por esa época lleno de tebeos en las paredes, le hicieron entrega de una pluma Waterman plateada, (a partir de ahora la llamaré Silver Blaze, como ese caballo holmesiano) que es la que ha venido utilizando desde entonces. Aparcó la vieja Parker, antiguo trofeo de instituto, y la otra Waterman, que su padre le regalara hacía ya unos años, y que vivió mucho en el campo, y que se perdió y apareció en el laboratorio de mineralogía, también hacía ya bastante tiempo. Y es hoy, que escribiendo a toda velocidad para entrenarme para vomitar un tema en dos horas que el capuchón se cayó al suelo y al ir a cogerla, la pluma estilográfica, cilíndrica ella, por la mesa rodó hasta dar con su punta en el suelo, abriéndose como una flor bajo la lluvia, que diría el viejo Buk, con el resultado de colapso funcional de plumín. ¡La tenía domada para que corriera como el viento por la pasta de celulosa! ¡El grosor exacto y la inclinación perfecta! Son las cosas que pasan en la vida. Si, a lo mejor soy un exagerado, pero me ha dado un mal rato. La litogénesis me dejó lleno de detritus la consciencia en un ataque de ansiedad lastimera y mi pluma se averió, como un coche de carreras en liza.


Ahora a acostumbrarme a la vieja Waterman azul otra vez. En cuanto pueda compraré otro plumín y arreglado estará el desaguisado, pero no tendrá el desgaste de los años y los escritos, y los que usen estilográfica saben a lo que me refiero. Pero bueno, al menos Valcárcel me ha pagado. Que no es moco de pavo.

viernes, 22 de enero de 2010

Los icebergs huelen a pepino



Me comunican desde el lejano Antártico que según especialistas en la materia los icebergs huelen a pepino. No, no es ninguna broma. Verán, mi amigo el Fransis (HP para los amigos), está montado en un barco por tierras australes haciendo sondeos. Si, la gente se dedica a cosas muy raras. Nos mandó una foto de un iceberg y en el rifirafe de correos que prosiguió (que daban ganas de comérselo, etc.) soltó este dato que me pareció maravilloso. El iceberg relacionado con el producto de la huerta… aunque no es tan raro habiendo lechuchas iceberg. Parece ser que en el verano, al derretirse provocan a su alrededor una proliferación de vida vegetal (algas) y dan ese olor a gazpacho en medio del océano. Yo si les digo la verdad odio el pepino. Su olor, su sabor y su piel como granuda que da picor solo mirarla. Pero me gustan los icebergs. Supongo que a los pasajeros del Titanic no les debe molar tanto eso de trozacos de hielo surcando el mar en lontananza, pero bueno, yo como soy de secano y de campiña, lo más cerca de un iceberg que he estado es en la Expo’92.

Lo del hielo siempre me ha atraído, aunque ustedes no lo sepan. No creo que ni lo sepan en mi entorno. Esas expediciones decimonónicas o dieciochescas varados en el frío comiendo pingüinos, comiéndose entre ellos y esas cosas. De hecho la última novela (fracasada, claro) que empecé trataba sobre el hijo de un padre que muere en la Antártida, aunque no es como parece… pero bueno, no le voy a contar por si algún día me da por continuarla. Libros como Las aventuras de Arthur Gordon Pym o Las Montañas de la Locura (tekeli-li tekeli-li) nos lleva al estado primordial del mundo. El mundo helado, blanco, infinito, inexplorado. Hoy en día la gente va de acá para allá como Pedro por su casa por el continente polar, pero aún debe haber parajes jamás hollados por pie humano.

Se me va la pinza. Me voy a dormir, amigos, que mañana hay que estudiar la teorías orogénicas y toda esa clase de disparates, del que ya les hablaré algún día, que también en bien curioso.

Y si no hablo de terremotos en Haití ni nada de eso, es porque la saturación informativa es terrible. Cuando se calmen los ánimos les desmontaré eso de que la Tierra se enfada porque la tratamos mal (la teoría Gaia), que aparte de ser una tontería, es una broma de mal gusto.

martes, 19 de enero de 2010

Constantes y contrastes



Constantes. Hay constantes hidráulicas, eléctricas, de proporcionalidad y la velocidad de la luz en el vacío es una constante (de hecho lo único absoluto absoluto a ciencia cierta del universo). Y yo, ustedes, todos, aunque no seamos constantes, tenemos constantes vitales. No me refiero a que el corazón bombee la sangre hasta el último capilar de nuestro cuerpo (que también) sino que me lo que digo es que la vida de cada uno está regida por unas inmutables reglas de conducta. Las mías ya saben cuales son. Hoy no quiero redundar. Pero aún teniendo unas constantes la vida nos lleva a unos contrastes bastante inevitables, a la vez que la mayoría de las veces, incómodos. Salidas de tono, autopeleas de nuestros dos hemisferios cerebrales, incoherencias, en definitiva, salpican la vida, y siguiendo con el juego de palabras, es la constancia del contraste constante. Nadie es perfecto. La coherencia está muy bien como objeto platónico en el mundo de las cosas fetén, pero aquí es dificililla. Yo, por poner un ejemplo, reduzco cada vez más mis autoexigencias para no caer en la trampa mortal que es ser incoherente, pero esto es como estopa que viene el diablo y sopla. Pero hay que tener una cosa clarinetísima, la incoherencia lo es cuando uno siente que la es. Es como la belleza, que está en el interior (ja ja y ja). Si no, viva yo y mi caballo, pardiez, que son pocos, cobardes y les huele el aliento a perros muertos. Me desvío, otra constante. Los contrastes, como iba diciendo -no estoy muy seguro de esto, de que lo fuera diciendo-, son impertérritos en nuestra, a priori, ampulosa vida causivegetal, pues en cuanto nos da por pensar todo contrasta. Se nos suben los colores, la saturación se eleva y la birrefringencia se nos pone por las nubes, como el colesterol o los triglicéridos. Por eso lo mejor es el color plano, que nuestras conexiones neuronales no nos hagan sufrir más de lo debido, y que nuestras constantes se mantengan fijas y fijadas (no es redundancia, es convicción) aunque sea con clavos ardientes, con grapas Petrus o con Blu tack de los chinos. Que no nos engañen más con eso de los contrastes, porque a mí, personalmente, aunque me guste el cerdo agridulce, no me gustan las tortillas desestructuradas. Se me repiten.

martes, 12 de enero de 2010

Luz de invierno


Ahora no hay luz. La luz se extinguió, como la llama de una vela caduca, con el crepúsculo, hace ya algunas horas. Quiero escribir de la luz de esta mañana, la luz que me tamizaba en mi pequeño martirio de temarios y rotuladores fluorescente. El día amaneció gris, frío, pero la nieve que cayó ayer se derritió con las lluvias siguientes, y ya solo quedaba en el recuerdo, o en algún, quizás, sitio en la umbría. La luz de esta mañana. Era blanca, y tras los cristales cubiertos de gotas de condensación el invierno crecía afuera como un pandemónium desatado de gelidez y viento. Luz subyugante que recuerda al lejano norte, a cuyo cielo cantara Nick Drake, al ominoso norte blanco, donde el Wendigo se pasea entre la taiga. ¿Sería así en las edades antiguas, cuando el hielo cubría el hemisferio como una cobertera lechosa? No sé. El frío que hace llorar. Me lleva a mi niñez, cuando un día subí a la azotea (precisamente donde ahora mismo peno) para ver unos carámbanos formados por el agua derramada de los bidones. Pensé para mí que ese frío y esa sensación me recordaban a los Juegos Olímpicos de Invierno, que yo posiblemente solo conocía por los anuncios de Cola Cao. Los carámbanos, estalactitas de agua, formadas en una noche…¡qué diferencia de las ciclópeas estructuras de las cavidades donde moran los enanos! Lo que se forma en miles de años en calcita, en invierno se produce por un grifo mal cerrado durante una noche de perros.

Luz de invierno. Pálida, mortecina, como el eterno atardecer que ronda la mente de los que somos un poco así, melancólicos y bobos.

Y ahora a la luz de la bombilla, con el calefactor a todo trapo pienso que es de las luces más bonitas del mundo, el mundo sin sol, oscuridad que deslumbra, la luz más cercana a las tinieblas es demasiado luminosa vista con los ojos descubiertos. Ni el frío, ni tan siquiera la nieve, expresa el sentimiento de invierno tanto y tan bien. Porque el invierno, como todo en esta perra vida, es un estado de ánimo, y para los que odiamos el caluroso sol no deja de tener su aquel.

miércoles, 6 de enero de 2010

Noche de Reyes


Dicen que nació en Bethlehem y hasta allí llegaron a adorarle de Oriente unos astrólogos, que serían tres o diecisiete, quien sabe. Eso es lo que dicen.

Hoy 2009 años después aún vuelven una vez al año a traer regalos a los niños católicos.

Yo fui un niño. Cualquiera lo diría, pensarán, este Mame siempre ha sido un viejo. Pues si, yo fui un niño hasta antes de ayer. Luego está eso de que siempre seré un niño si me tratas con cariño, lo de la edad mental y que todos tenemos un niño dentro (creo que eso solo pasa con las preñadas). Y el niño sentía algo dentro hoy, en estos instantes, en el tránsito del 5 al 6 de enero. El niño mutó en joven (me salté la adolescencia porque tengo mucho saber estar ¡ja!), y al joven siguió con un hormigueo por la magia y por el afán de los regalos. El joven dejó de creer en los Reyes hacía tiempo. No creía ni en el mismísimo Rey de los Judíos, que por orden del señor cura, es uno y trino. Pero daba igual. Sonrisas en la Noche de Reyes. A medida que pasaba el tiempo el amargor y la hiel ocuparon el nicho ecológico de la ilusión y el deseo. No deseaba cosas concretas, solo salir de situaciones límite que la vida nos regala todo el año. El budismo nos dice que la ausencia de deseo es la liberación. Yo creo que es más bien la muerte. O la depresión, que es una pequeña muerte, sin el toque picante de los franceses.

Aún me acuerdo cuando emocionado abrí el barco pirata de los clicks de Playmobil hace ya muchos años. Sabía que lo traerían, pero eso daba igual. Es de los momentos más felices de mi vida, y tenía, tiene, que ver con el deseo. Cuando uno desea cosas que aparecen por arte de magia al lado de los zapatos es genial. Ya he dejado de ser ese niño. Deseo –sin demasiadas ganas- cosas tan prosaicas y mugrientas que me doy asco a mi mismo. Aprobar unas oposiciones y que Valcárcel me pague. Nada es mágico en esta terrible coyuntura. Que me toque la lotería es, yo que sé, cuestión de azar. Y no he pedido nada para hoy. Mis deseos, mis auténticos deseos son a día de hoy imposibles. No hablo de aprobar oposiciones o de loterías, sino de otras cosas. Ser feliz es una misión imposible para mí, eso es todo. Y entelequias no se traen desde Oriente. El cuento de disfrutar con las cosas pequeñas de la vida no se lo cree ni Cristo que lo fundó, que sigue siendo uno y trino. Y es que mi mente es más intrincada que el misterio de la Santísima Trinidad.

Eso si. Yo existo. Cogito ergo sum, que decía el cartesiano René. Y precisamente por pensar soy ese niño que creció sin remedio, y que ya no tiene juguetes cuando los Reyes llegan con sus camellos y pajes.

 
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